La Pasión IV

Juan 8:39-9:16

El drama aumenta de intensidad y la infamia, la crueldad y la injusticia campean por todo este pasaje. Las burlas de los soldados, la denigración del ser humano por otro ser humano: tenemos el cuadro de un evento donde se muestra toda la fealdad moral de una sociedad y de una época. Ya ultrajado y maltratado, el procurador lo saca. “Ya lo torturé y ni así encuentro delito”. Pero la chusma iracunda, morbosa, idiotizada por el espectáculo de la sangre y la deformación, sube la demanda. Querían la muerte.

Pilato, ya fastidiado por aquello, les reclama su responsabilidad en todo aquello. Si querían matarlo, que lo hicieran ellos. Con total hipocresía y un manejo comodino de la ley, los judíos dicen: “si fuera por nosotros, ya estaría sepultado, pero no podemos”. Y en medio de la demanda, mencionan un hecho que pintará a Pilato de cuerpo completo: ese hombre se llama a sí mismo Hijo de Dios. Entonces el arrogante funcionario romano es invadido por las supersticiones, las angustias y los miedos que lo llevarán eventualmente a caer de la gracia de Roma. Peor aun. Jesús mismo, en los últimos momentos de su vida, lo exonera. “¿Cómo: tu a mí, el más poderoso en esta región, tu, me perdonas?”. Algo tenía Jesús de Nazareth porque esas simples palabras hicieron que el siguiente paso, la formalidad legal del Imperio, estuviera dominado por el temor del representante de César en la Palestina.

¿Quién dictaba justicia ahí? Un judío que era perseguido por asuntos meramente religiosos es llevado con malicia ante el procurador y ahí la idea que Anás y Caifás tenían bien meditada se materializa. Jesús es acusado de usurpar la función del mismísimo César. Ante dos males, eligieron lo que para ellos era el menor: el delincuente Barrabás salía libre en lugar de Jesús. Así que el Maestro del amor era golpeado, humillado, herido por una acusación religiosa que mágicamente se convertía en una falta civil. Así que Él era el mal menor. El príncipe de este mundo, no Pilato, era más culpable de todo aquello. Pero Pilato tiene su parte de culpa. Si bien era supersticioso, también tenía claro que un escándalo llevado a Roma terminaría con su carrera. Según el Sanedrín (o sus representantes), Jesús había insultado a César. Y eso sí que era penado. Para no llevarse todo el problema, aplica la democracia justiciera. A mano alzada, a grito pelón, la gente ahí pide la cruz. Con un tanto de sarcasmo nervioso, pregunta: ¿voy a asesinar a su rey?”. Pero aquellos no estaban para bromas. El nazareno debía morir.

En el Gabáta, en ese empedrado, donde los jefes religiosos no pasaron para no contaminarse, Jesús era sentenciado. Era una jugada de ajedrez político. Si los judíos hubiesen asesinado a Jesús, el asunto no habría trasendido. Pero ellos serían cuestionados con severidad. Como no tenían los medios militares para terminar con todo aquello, fueron a con los odiados enemigos. Así, Roma sería culpable de sentenciar a un judío y ellos siempre habrían dicho: fueron ellos, nosotros ni siquiera nos contaminamos entrando ahí. Es más, hay que añadir otro delito a Jesús; estuvo en un lugar impuro en el día solemne.

La siguiente parada de Jesús sería en el Gólgota. El cielo se nubló.

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