Los dos amos

Nadie puede servir a dos amos, porque odiará a uno y querrá al otro, o será fiel a uno y despreciará al otro. No se puede servir a Dios y a las riquezas.

Algunas de las genialidades del Maestro consisten en enunciar lo que, de tan obvio, nadie dice. Esto ocurre con este pequeño versículo. Cualquiera que haya tenido dos trabajos puede constatar la validez de este axioma. El ser humano no tiene el don de la ubicuidad. Pero incluso si existiera alguien que dijera lo contrario, Jesús se refiere a aquellos que, llamándose cristianos, también quieren consagrar sus vidas a las riquezas.

Y, volvamos a preguntar: ¿es que Jesús no quiere a los empresarios, a los hacedores de riquezas y, en fin, a los que dan de comer a otros humanos? ¿El Maestro sólo conciente a los pobres? ¿Qué clase de Maestro quiere que sus discípulos sean explotados por sus patrones? Podríamos responder de la manera más ortodoxa posible: que la felicidad no está en este mundo, que la verdadera riqueza está en el cielo y que a los ricos de este mundo no les espera sino la miseria en el otro. Pero, con toda razón, el crítico llegará a decir que esas son palabras bonitas pero imposibles de comprobar puesto que nadie ha regresado de la tumba a decirnos lo bello que es el otro mundo. Sospecharán que esta religión está hecha a modo para los poderosos del mundo. Y aunque uno escuche ya como vulgar cliché todo este alegato, debería poner atención e intentar refutarlo.

No es fácil contradecir esta crítica. Pero sí debemos decir que lo que Jesús está afirmando es su poder y su monoteísmo. Es decir, no hay más Dios que el que Él anuncia. El único amo del cristiano es Jesús mismo. Ahí está la clave para salir del dilema «laboral» moderno. Si queremos mirar esta escritura como un llamado a la sumisión total, nos equivocamos. Precisamente aquí está el fundamento para hacer lo correcto cuando el dios dinero nos quiere ordenar lo contrario. Jesús nos reclama nuestra total sumisión a Él. Cuando nuestra lealtad no está dividida, sabremos muy bien dónde está la prioridad. Contestemos con total claridad: el Rabí no quiere sino trabajadores humildes del Reino de Dios. Y, ya lo veremos, un trabajador fiel de su Reino recibirá mucho a cambio. Es una promesa del Maestro.

También podríamos interpretar en un sentido más amplio este versículo y recordar que donde está nuestro tesoro ahí está nuestro corazón. Como nuestro corazón no puede ser repartido en cantidades iguales ante dos tesoros, debemos decidir cuál será el cofre al que pondremos toda nuestra atención. Las riquezas de este mundo no se refieren solamente a los ceros en una cuenta de banco sino a todo aquello que nos hace sentir seguros en este planeta. Son esas posesiones que nos dan identidad las que demandan nuestra atención. Por eso no se puede servir a las riquezas y a Dios al mismo tiempo: porque sólo Dios merece toda nuestra reverencia no podemos decir que le damos lo que sobre después de ir a trabajar, a divertirse, a descansar, a sentir bonito. Todo eso es efímero. Seguirlo es seguir humo. Y un cristiano tiene la seguridad de seguir algo eterno y digno de confianza: la vida después de la muerte, eso que promete su Maestro.

En esta dualidad está encerrada una de las partes que más incomoda a los cristianos de toda las épocas. Las riquezas de este mundo y las riquezas del otro no se llevan bien. Y uno, tarde o temprano, tendrá que decidir a quién sigue.

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