Cualquiera, pues, que oye estas mis palabras, y las hace, le compararé a un hombre prudente, que edificó su casa sobre la roca. Y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y golpearon contra aquella casa; y no cayó, porque estaba fundada sobre la roca. Y todo el que oye estas mis palabras y no las hace, será comparado al hombre insensato, que edificó su casa sobre la arena; y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y dieron con ímpetu contra aquella casa; y cayó; y fue grande su ruina. Y fue que, cuando Jesús hubo acabado estas palabras, la gente se maravillaba de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas.
La casa bien o mal fundada. El prudente o el insensato. El sabio o el terco. ¿El inteligente o el tonto? He aquí las dos respuestas al Evangelio, la decisión a la que uno no puede escapar luego de todo el sermón de la Montaña. No hay más que esos dos caminos. O se es o no. No hay atajos, caminos no tan amplios, ovejas con cola de lobo, predicadores que mientan y digan la verdad al mismo tiempo. Sólo queda seguir a Jesús hasta la cruz o abandonarlo.
No nos engañemos. El cristianismo no es sinónimo de prosperidad material. El cristiano es un ser que escapa de su mundo para que, llegado el día, se enfrente a lo realmente trascendente. Nadie que piense más allá de lo que ve puede quedarse indiferente al mensaje de Jesús. Sólo queda construir en la roca que es Jesús o en la arena que, por muy bonita y divertida, no es sólida.
«El que hace caso», es decir, seguir a Jesús es una decisión, no puede ser de otra manera, no puede ser una imposición. Eso es lo mejor de todo esto: hay una esperanza, esa que dice «puedo construir sobre la roca y nada, ni arriba no abajo, podrá derribarme». En efecto, el cristianismo trata del perdón de Dios a sus hijos y de cómo ellos reaccionan ante el infinito amor de su Padre.