Mateo 1:1-17
Tres etapas de catorce generaciones que es el doble de siete, el número perfecto para los antiguos hebreos. No caigamos en los excesos literalistas. Perderemos el tiempo y la esencia de estas palabras. El escritor bíblico está afirmando que Jesús llegó en un momento histórico perfecto; es decir, que la humanidad debió esperar el tiempo apropiado para que el Mesías hiciera su aparición en la Tierra. No deberíamos perdernos en discusiones sin fin sobre la veracidad científica de esta lista, aunque un repaso a algunos de estos nombres nos daría pistas sobre la otra intención de esta genealogía: que Jesús es el Mesías prometido al pueblo elegido.
En efecto, la genealogía tiene como puntos de identificación a dos personajes y un evento histórico trascendentales en el pueblo hebreo. Primero tenemos a Abraham, el padre del monoteísmo semítico, el también llamado padre de la fe, el amigo de Dios, al que se le prometió que su descendencia perduraría y el patriarca de las doce tribus de Israel. Luego aparece David, el Rey por excelencia, el de la promesa de que su dinastía sería eterna, el fundador de Jerusalén, el padre de Salomón, el autor de buena parte de los salmos. Finalmente, el escritor menciona la deportación a Babilonia, el evento histórico más traumático de los israelitas, la invasión, saqueo y destrucción de la ciudad santa, pero también el lugar desde donde el judaísmo se reinventó y donde el pueblo elegido empezó a adoptar ese carácter al mismo tiempo cosmopolita y tradicional que lo marcará para el resto de su historia. Babilonia o el eterno éxodo, el lugar donde un remanente anhelará el regreso a sus orígenes y donde Jeremías profetizará el día en que la adoración a Dios será de corazón a corazón. Al final de este largo proceso que inicia con Abraham, se ubica Jesús de Nazareth. La implicación de esta genealogía es evidente: en el niño de Belem se cumpliría la promesa de Yhavé hecha al primer patriarca.
Es evidente desde este primer capítulo, que el evangelio de Mateo tendrá en mente un público familiarizado con las leyes y tradiciones judías. Sus lectores judíos podrán captar los matices que el evangelista introduce mejor que algún gentil. Porque a cualquiera que no esté familiarizado a la Torá le tendrá sin cuidado que entre los antepasados de Jesús estén personajes tan contrastantes entre sí como Ruth, mujer extranjera que representa la fidelidad a la familia y una esperanza inquebrantable («no me digas que me vaya ni que te deje, tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios») y Rahab, la prostituta que ayuda a los espías de Josué para conquistar su ciudad. Los nombres de los reyes después de David (y David mismo) tienen historias de caídas y de heroísmo. Un joven rey, Josías, tuvo que encontrar el libro de la Ley para saber lo lejos que su pueblo se encontraba de los mandamientos mosaicos. Ezequías tuvo momentos de dudas que merecieron reprensiones de profetas y Joaquín tuvo que ver la destrucción del templo construido por Salomón. Humanos derrotados y humanos victoriosos: los antepasados de Jesús formaban parte del acerbo cultural de un pueblo que se encontraba bajo el yugo de un imperio más.
Este «libro» de los antepasados de Jesús es también el eterno recordatorio de que el cristianismo es hijo cultural y religioso del judaísmo. Creemos en un Mesías que, de haber nacido en la Alemania de mediados del siglo XX podría haber muerto en un campo de concentración Nazi, manejado por sujetos que los domingos asistían a sus iglesias. ¿Cómo ha llegado el cristianismo institucional a olvidar esto? ¿Cómo se nos olvida que Jesús fue un rabino judío que a lo más lejos que llegó, según los evangelios, es a Samaria? El Maestro seguramente habló en arameo, sabía un poco de griego y algo de latín; quizá tenía acento (el de los de Nazareth) y su oficio no tenía nada de extraordinario. Ese niño que para fines sociales era un hijo más de Israel, el primogénito de José y María, sería destinado a convertirse en el Hijo de Dios, el Mesías prometido a Israel y el Salvador de la humanidad. El descendiente de Salomón, David, Abraham, nació en el momento indicado, hace más de dos milenios, en el mismo planeta que hoy habitamos, pero en un mundo que ya no existe. Si hoy viajáramos al pasado, todo, salvo la composición fisiológica del ser humano, sería diferente. Y sin embargo, hoy millones de hombres se identifican con ese hombre, también verdadero Dios. El evangelio según Mateo abre con esta lista tan importante para sus lectores de hace dos mil años que no debemos pasarlo de largo los cristianos de hoy.