Juan el Bautista es el único santo no cristiano. La frase la leí en la contraportada de una hermosa novela de un escritor católico (Javier Sicilia, El Bautista). En efecto, el Bautizador sigue siendo el gran olvidado del cristianismo. En los sermones que cada domingo se escuchan en todo el mundo cristiano, la profecía de Juan se cumple: Jesús irá creciendo en importancia y Juan irá decayendo.
Juan, según nos informa Lucas, es el primo hermano de Jesús. ¿Quién es este anacoreta que se va al desierto a predicar que el Reino de los cielos está cerca? ¿Cuál es su función verdadera en el ministerio de Jesús? ¿Por qué entra en conflicto de inmediato con los religiosos de mayor reputación en la Jerusalén del siglo I? ¿No parece que estamos escuchando a un duro profeta que anuncia un tiempo escatológico que no sabemos si es de esperanza o de temor?
El Bautista funge como prólogo a la actividad de Jesús. No sabemos si es esenio o miembro de algún grupo religioso desconocido hasta la fecha. Las escrituras enseñan que Juan ya tenía una influencia considerable cuando Jesús aparece en escena. Incluso Juan tenía un grupo de seguidores a los que enseñaba con un discurso que apenas asoma en este capítulo. De comida y vestido frugal, Juan representa al precursor del Mesías. Así lo considera el mismo Jesús. Incluso se le confunde con Elías y es cierto que lo poco que conocemos de él parece coincidir con la severidad con la que Elías actuó en su tiempo. Así que ya tenemos a los dos grandes profetas de antiguo Israel apropiados por el evangelista y por añadidura del cristianismo: Moisés-Jesús, Elías-Juan. Hasta en Juan está marcado el sello judío en el cristianismo,
Juan anuncia ira. Y ya vemos desde aquí la primera confrontación del movimiento de Jesús con el establishment religioso. Y, en una declaración provocadora, Juan insinúa que ser parte del pueblo elegido no consiste en cumplir las antiquísimas reglas de los padres. El énfasis está en los «frutos del arrepentimiento». En griego, la palabra que usa aquí el evangelista es metanoia y tiene implicaciones mayores a una simple penitencia. Juan aconseja que los hombres que quieran obedecer a Dios deberán cambiar su manera de ver el mundo. La metanoia es más un cambio de cosmovisión que una seimple acción de contrición. Arrepentirse en Juan y en Jesús quiere decir que uno no sólo deja de hacer cosas porque así lo dicta una ley sino que llena su vida de acciones que sabe que debe hacer por un imperativo moral superior a su propia forma de pensar. El hombre arrepentido, el que ha dejado la «camada de víboras», no ha cambiado reglas escritas en papel. No, las reglas por las que ahora se rigen superan cualquier paquete legislativo moral. Lo contrario es cambiar de religión pero no de mente, espíritu y acción.
Esto y más quiere decirnos Juan. Su mensaje se ha perdido gracias a la actividad de su primo. Pero no es un profeta menor. Juan es uno de esos personajes enigmáticos, el equivalente a Melquisedec para el cristianismo, un profeta al que el mismo rey le tenía respeto y uno que, al promocionar a Jesús, dejó para siempre la fama. Sólo como nota: es curioso que su bautismo no sea enfatizado por los seguidores del proselitismo agresivo. Siempre escuchamos el llamado a la misión desde la gran comisión o los viajes de Pablo. Si embargo, la práctica del bautizo tiene su antecedente inmediato en Juan.
Este hombre, seguramente delgado hasta los huesos, quemado por el sol del desierto, con voz de profeta; este severo profeta, este al que algunos creen la reencarnación de Elías, éste que en vida podría parecer el destinado a ser el Mesías, este primo de Jesús el precursor, el encargado de «enderezar los caminos» por los que andaría el Cristo cumplió su profesía de principio a fin. En medio de la incertidumbre de saber quién sería, Juan gritó con fuerza: «arrepiéntanse». Su grito sigue siendo actual.