La fama de Jesús crecía en medio de burlas, sorpresas y signos. Aquí tenemos en un mismo acontecimiento dos señales de su poder. De camino a la casa de un oficial de la sinagoga, una mujer desesperada corre a tocarlo para que también lo sane. Las palabras que dirige, la escena es de una intensidad por breve sobrecogedora. Por la versión de Lucas, sabemos que la mujer tenía ya varios años (y dinero) buscando la salud. Sabemos además que ella sintió temor y que Jesús realizó una de las preguntas más extrañas: «¿Quién me tocó?» y los discípulos responden lo evidente: «con tanta gente, ¿cómo lo sabremos?». El Maestro insiste y la mujer, ya en plena confusión de medios y fines, confiesa su osadía. Jesús no la reprende. Una sola palabra que vuelve a enfatizar el poder de la fe para que ocurran cosas extraordinarias; sólo eso basta. Y la mujer sana. El flujo de sangre se detiene. Una vez más, Jesús utiliza una palabra que ha recorrido hasta este capítulo: ánimo y fe. Eso es Jesús: alegría y creencia. Si el cristiano sufre no debiera ser sino por algo que esté fuera de su alcance. Interiormente, un cristiano debe vivir en paz. El Maestro ha sanado porque miró nuestra fe, no nuestra enfermedad.
Pero aquí no termina el pasaje. Jesús llega a casa del «oficial de la sinagoga» y ahí hay un caos propio de una muerte reciente. En medio de los invitados y gorrones habituales, el Rabí ordena que se vayan y afirma que está dormida. Estas personas que lo mismo lloran que se carcajean frente a un cadáver, se burlan de tal afirmación. Jesús no hace caso, entra al cuarto, toma de la mano a la niña y ocurre lo inesperado: sí estaba dormida. Del desorden a la burla y de la burla a la impavidez de quien ve a una muerta resucitada, los testigos jamás olvidarían aquello. ¿Cuántas veces hemos escuchado las burlas, la incredulidad, las risas cuando afirmamos que algo inesperado va a ocurrir? ¿No hemos escuchado decir: «él no va a cambiar», «esto es pasajero, su emoción va a pasar y será el mismo»? Algunos hemos dudado del Maestro de tal manera que, como los padres de esa niña, sólo la fe de otros nos ha servido para ver el signo del Ungido. Entonces, cuando el creyente ha sido otro por un año, por tres, por siete y hasta el lecho de muerte, sabemos que Jesús ha entrado con toda su Majestad al corazón de un ser humano. El signo de Jesús no consiste en resucitar sino en que la fe alcanza para ser nuevas criaturas.
El evangelista condensa en esta acción el poder de la fe en Jesús. Esto es importante enfatizarlo: no es tener fe en abstracto, no es la fe en sí misma. Lo que el pasaje enseña es que la fe en Jesús sana. La salud de la que hoy deberíamos hablar tendría ser menos de la carne, que al final muere, sino del espíritu. Si queremos tener un espíritu nuevo, si queremos sanar las heridas que una vida desenfrenada, confusa, ignorante provoca, «basta» con creer en Jesús. Este componente se llama, simple y llanamente, el evangelio de la salvación. Eso fue lo que se empeñó en practicar el Maestro de Nazaret.