Imaginemos los rostros de los Apóstoles. Pasaron del orgullo desbordante a la angustia desbocada. De pensarse como todos unos predicadores y sanadores, los Doce escucharon la advertencia de que sus creencias les podría costar la vida. Ahora, en esta tercera parte del discurso, Jesús vuelve a animarlos. Habría que temer a los que matan el alma o más bien a Dios. Y luego el mejor estimulante que pueda tener cualquier creyente: ellos valen más que los pajarillos. Dios tiene una vigilancia rigurosa de sus hijos, incluso de sus «cabellos».
Pero el Maestro también recuerda que su deber es proclamar el evangelio. No existen los cristianos solos, esos que dicen que son seguidores de Jesús pero sólo Dios lo sabe. Pocas cosas desagradan más que observar el espectáculo del cristiano que pacta con el mundo una suerte de política de no agresión. No significa que el discípulo deba ir por el mundo confrontando a las personas con sus palabras. Significa que su vida y sus palabras demuestren que ellos son discípulos. Vayamos con cuidado en este punto. Somos salvos por gracia de Dios. Nada de nuestras obras, buenas o malas, harán más o menos puntos en el libro de la vida. Creer esto, que las obras indican quién es cristiano, sería reducir a una moral pragmática lo que en esencia es una creencia en algo superior. Sin embargo, hasta aquí hemos visto a un Jesús que actúa con congruencia, que vive lo que proclama. Esa es la marca que los verdaderos cristianos tienen. Su vida es un reflejo de lo que creen. Y su vida en sí misma confronta a sus perseguidores. Viven y hablan: he ahí a un seguidor de Jesús.
Confesar a Jesús, queda claro, quiere decir que afirmamos con boca y corazón que él es Señor. Aquí no cabe una interpretación alterna, una atenuación de lo que está pidiendo el Maestro. Así de sencillo. Quien no lo haga, tendrá su respuesta en el día del juicio, cuando Jesús también lo niegue. Esto es recíproco. La diferencia no estriba en hablar más o menos, la diferencia es hacer a Jesús el Señor de nuestras vidas siempre. Porque en la Iglesia es fácil gritar aleluya, abrazar al hermano, dar un billete grande en la ofrenda. La pelea espiritual no está entre los hermanos de congregación. Las batallas están en la calle, el trabajo, los amigos no creyentes. Decir sí a Jesús cuando la marea parece decir que lo mejor es decir no: ahí está el fundamento del cristiano fiel.