La expulsion de mercaderes

Juan 2:13-25

La pascua se acercaba y, judío al fin, Jesús visitó Jerusalén. ¿Hay una fiesta religiosa en occidente que sea más antigua que esta? Todo el pueblo de Israel, sin excepción, han escuchado por más de seis mil años, aquello que empieza: «Escucha Israel…» Jesús la festejó cada año, sin excusa, durante toda su vida en este planeta.

Allá va, Jesús y su todavía pequeño grupo de seguidores. Habitantes de un pueblo fronterizo, con acento al hablar, felices y a la expectativa de llegar a la Ciudad de la Paz. Jerusalén y su flamante templo, todavía en construcción. La Ciudad Santa, que, construida sobre colinas, se veía desde el camino de los peregrinos. Jesús y sus seguidores se acercan al lugar más importante desde la época de Salomón. Entran y lo que ven no es una reunión de hermanos alabando a Dios. No, ahí está todo un mercado religioso. ¿Le hace falta un cordero para su ofrenda? Yo le vendo uno auténtico. ¿Quiere cambiar monedas? Aquí le ofrecemos este servicio. Y el nazareno siente celo por la casa terrenal (por así decirlo) de su Padre convertida en un mercado vulgar. Y empieza uno de los actos más violentos del Maestro.

¿Por qué el evangelista nos deja saber este pasaje? El Maestro del amor, del respeto al prójimo, del poner la otra mejilla aquí, con un látigo, sacando a golpes a los vendedores y liberando la mercancía. Al menos por un día, les echó a perder su negocio. Se acabaron los discursos, empezaba la acción. ¿O no? Quizá era el guiño a los zelotas. Quizá, como quiere Kazantzakis (La última tentación), era la señal para los patriotas judíos. ¿Qué era todo aquello de tirar el templo? Juan dice que se refería a su propio cuerpo. Ahí está una señal para entender este pasaje.

Jesús enseña su pasión por el Padre. Una pasión que lo lleva a arriesgar su vida. Así debiera ser la vida de un discípulo. Es la lección para no hacerse de la vista gorda ante los excesos de la religión. Al ser el Hijo de Dios, lo que vio Jesús era una afrenta a Él mismo. ¿Hasta las armas? No. Jesús no asesinó a ningún mercader. ¿Hasta los excesos? No. El nazareno no cometió aquí ningún abuso, en todo caso, por qué elegir un látigo y no otra arma. Jesús actúa con energía, pero no con excesos de poder o fuerza. El escritor cuida muy bien de no mencionar golpes a otros ser humano. Aquí está Jesús representando en su ser la ira de Jehová. ¿Qué revolución habría sido esa que «restauraba» el culto en el templo? Tampoco es, pues, la invitación para la liberación de las cadenas de la esclavitud. No hay un llamado político sino moral e incluso ético para hacer lo que la ley de Moisés consideraba correcto: honrar a Dios. Algo había en ese hombre que no fue tocado ni por los guardias ni por los mercaderes. Era, insisto, la ira de Dios en el mismísimo carpintero de pueblo.

El pasaje termina con una declaración intrigante: Jesús no necesita testimonio de hombre. Por Él mismo se puede valer. Si todos le dieran la espalda, lo calumniaran, lo vilipendiaran, Jesús podría mostrar su majestad. El Mesías había llegado a la ciudad Santa. Pero un visionario, al parecer, nunca es bienvenido por sus contemporáneos. Ahí, en medio de sonidos de animales, el Maestro firmaba su condena de muerte.

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