Ahora el escritor evangélico nos envía otra vez a Sicar. La mujer (¿quién es?, ¿cómo se llama?) ha contado la plática con Jesús. «Me ha contado todo lo que he hecho». ¿No suena como las primeras veces que uno escuchó el mensaje? ¿Quién le platicó mi vida a este predicador? ¿Cómo se enteró de eso? ¿Por qué me lanza esas «indirectas»? No había aquí algo espectacular. La mujer no estaba tullida, ciega, sorda. Su necesidad era existencial. Ahí estaba un hombre que se adjudicaba el título más grande de la religión judía. Y al parecer, tenía algo que hacía veraz su título. Es decir, no era un charlatán.
Vemos a los vecinos de Sicar yendo a buscar a Jesús. Podemos imaginar el rostro de los apóstoles. Una simple parada para descansar se estaba convirtiendo en un de las primeras demostraciones de que aquello era más que una fiesta, más que acompañar a un predicador simpático. Y lo era porque quizá no se imaginaban que su Maestro estaba rompiendo esquemas. Como fuese, los galileos se quedaron dos días ahí.
¡Qué lástima que el evangelista no da más detalles de lo que pasó en esas 48 horas! Nos perdemos de una predicación tal que al final los que la escucharon dijeron: «ahora creemos por lo que hemos visto y no sólo por lo que otros dicen». Él era el prometido por la Torá. ¿Cómo es nuestra espiritual? ¿Hemos escuchado del Maestro o escuchamos al Maestro? Si usted quiere ser espiritual, no busque atajos: sólo lo conseguirá si se queda al lado de la fuente. Y eso es Jesús: la luz.