La cuarta señal de Jesús, en la segunda Pascua que menciona este evangelio, tiene como protagonista una multitud y una necesidad primaria que aparentemente no podía ser cubierta. Todo con el lago de Galilea de fondo.
La predicación atrae a curiosos de todo tipo. Al terminar, el Maestro prueba a los apóstoles al pedir que alimenten a cinco mil personas. La misión era a todas luces complicada y más si las provisiones apenas alcanzaban para no más de doce personas. ¿Se puede acusar a Felipe de «mundano»? ¿Quién de nosotros no diría lo mismo al escuchar un mandato así de extraño? Además, apuntemos los detalles del pasaje: las personas mandadas a recostar en una zona con mucha hierba; cinco panes, dos pececillos, doce cestas; la orden de Jesús de no desperdiciar lo que sobraba. Andrés, Felipe, Pedro y los demás sorprendidos por el milagro y la multitud, borracha de entusiasmo, proclamando a Jesús rey (¿de dónde, de quién, para qué?) quien, en otro botón de lo que eran sus intenciones, se va al monte para estar solo.
Vemos a un Maestro que huye de las multitudes, el gentío que parece no entender ni un ápice de lo que decía ese galileo, pero que está dispuesto a ser testigos del espectáculo. Los hombres masa de la época en plena acción. ¿No es eso lo que muchos creyentes modernos quieren ver? Ahí están, por todos lados, los merolicos del evangelio, los que arman un talk show, pero eso sí, santo. Somos testigos de los que quieren entronizar a Jesús (¡aleluya!). Se les resbalan las verdades incómodas, esas que los desafían a dejar sus conductas pecaminosas pero cómodas; se concentran en lo bonito del evangelio, en la frase citable, en el cliché religioso, en el milagro que alude a la carne y entonces gritan entusiasmados: «Jesús es Rey». Claro, a los que no comparten ese entusiasmo carismático, les llaman tibios, racionales, opresores del Espíritu. Sí, sí, hablan bonito pero dónde está el show, preguntan.
Mientras tanto, el Maestro se va, se retira para quedase solo.