¿Quién eres? Es la pregunta que se hace aquel que ha escuchado a Jesús. La respuesta debe alertarnos sobre la tentación de mundanizar el mensaje. Por siglos, los cristianos han debido de recordar esta sencilla frase: «Yo no soy de este mundo». ¡Cómo contrasta con el resto de los Yo soy que se hallan en este pasaje! Pero también nos recuerda que al final, el interés supremo del creyente se encuentra en el cielo.
El pasaje también nos recuerda que sólo al seguir a Jesús podemos encontrar la vida que vale la pena. El Rabí nos dice que sólo creyendo en Él se tiene la esperanza de la resurrección. Frase que suena extraña en la modernidad. Cuando uno cree en Él, la maldad se termina. El fruto de seguirlo es una transformación renovadora. Aquellos que no quieren dejar su yo están destinados a repetir el ciclo de la sed y del agujero existencial. El Yo Soy de Jesús, por el contrario, da una nueva perspectiva, nueva dogmática, nueva praxis.
Su palabra empieza, sola, a convencer mentes. Jesús lo entendía ya aquí: sólo cuando su sacrificio se haya consumado, ellos comprenderán que Él es. Ya aquí está apropiándose de todo el simbolismo judío para compararse con Jehová. El drama de la pasión es que parece un guión al que Jesús sólo parece adscribirse. Pero no: nunca perdió su voluntad. Repite que hace lo que su Padre le enseña pero no vemos a un robot sino a un ser humano que decide hacer suyo ese plan que sólo en el cielo tiene sentido. Lo suyo no es de aquí, lo suyo no es madera, piedra, metal. Jesús es de otro mundo. Y sus discípulos deberían serlo también.