El sexto milagro nos presenta a uno de los ciegos más memorables por su sencillez, sentido común y capacidad de síntesis que se pueda leer en el evangelio. En la primera parte vemos a Jesús pasar cerca de un ciego. Sus discípulos, quizá queriendo ser muy espirituales, quizá por genuina curiosidad, le preguntan por qué estaba así: por él o por sus padres. Sabemos que en la antigüedad (incluso hoy) se relacionaba la enfermedad con el pecado. Moral y fisiología han tenido siempre un trato cercano. Jesús da una respuesta que no cuaja ni uno ni en otro lado: para que la las obras de Dios se manifiesten. Dicho lo cual, elabora un cataplasma hecho a base de tierra y de saliva; lo aplica en los ojos, lo manda a lavarse al estanque del Enviado y hecho, ahora puede ver. La enseñanza atrás de esto es clara: Jesús es la luz del mundo. Aquí no sólo en sentido metafórico sino real. Él ha abierto los ojos de un ciego de nacimiento.
En la segunda secuencia, el ciego sanado regresa para tomar el papel protagónico que le tiene reservado la historia. Los vecinos acostumbrados a verlo mendigando no lo reconocen. Él se encarga de decir que sí es, que el ciego y mendigo se había acabado que uno llamado Jesús lo había sanado. Lo único que había tenido que hacer era obedecerlo. El ciego tenía un carácter franco y sincero probado: al preguntarle por el paradero de su sanador, quizá él mismo sorprendido, responde con la verdad: no sé. Podría haber inventado todo un cuento, podría haber puesto los cimientos para su futuro sustento (acababa de perder su trabajo) y hacerse el curioso hombre sanado. Pero no. No sabía y eso respondió.
Sorprenderá al lector cómo Jesús aquí es sólo la luz que ilumina todo el pasaje. Aperace al principio y al final. El ciego tomará el control de la historia. Mientras, ahí quedan esas palabras que vuelven a mostrar en todo su esplendor la misión del Rabí: venía a actuar y a hablar. No se trataba de un bonito discurso ni de un espectáculo digno de la corte de los milagros. Eran dos asuntos unidos que señalaban a la majestad y el poder del Mesías. Sus palabras sanaban todo: mente, cuerpo y espíritu. En eso consistía su luz.