Jesús ha cometido un pecado más: amasar en sábado. Aquí el buen ciego (que ahora ya ve) es interrogado por segunda vez. Vuelve a decir lo que sabe. La obra del Maestro vuelve a causar división. Entre la interpretación casuística y la rigorista, a algún fariseo se le ocurre preguntarle al sanado, hombre que no tenía más educación que la recibida en casa y en la calle, pidiendo limosna, con el oído aguzado. Su respuesta no lleva grandes introducciones, un aparato crítico, la gran doxología, una hemenéutica exquisita. Nada de eso. Con la sencillez que da la ignorancia genuina, responde: un profeta. Nadie parece atenderlo y más bien dudan (humanos muy humanos) de que en realidad hubiese sido ciego (los limosneros apócrifos han existido siempre). Entonces van con sus padres, que dan cátedra de sentido común y de precaución.
Ya se tenía una amenaza: cualquiera que confesare al Cristo sería expulsado de la sinagoga con todas las consecuencias morales y religiosos que eso traía. Sin comprometerse un ápice, los padres responden: sí era ciego pero ya está grandecito para que le pregunten a él. Quizá con la paciencia a punto de terminarse, los fariseos vuelven con el ciego. Lo vuelven a interrogar y él vuelve a reponder con sencillez: no sé si el que me curó sea pecador, pero sé que antes era ciego y ahora no. Quien debe explicar esto son ustedes, ¿o quieren convencerse de que él es el Mesías? Ahora sí, el antiguo mendigo terminó con el buen juicio de sus interrogadores quienes lo maldicen y lo expulsan. Pero antes, este personaje singular les lanza un argumento quizá escuchado de los labios de ello: si él es pecador, Dios no lo escucharía, por lo tanto, no habría sanado. Pero si es justo, Dios escucha y puede obrar la señal. El versículo 33 es la estocada final: Si Éste no fuera de Dios, nada podría hacer. ¡Lo mismo que Jesús ha repetido pero en boca de un limosnero desempleado!
Totalmente fuera de sus casillas, los líderes religiosos veían cómo el mensaje de Jesús permeaba en las mentes y en los ojos de los más sencillos. Aquello de ser la luz del mundo cobraba más sentido en un ciego de nacimiento, un elemento más en el paisaje urbano de Jerusalén que de la nada afirmaba que un tal Jesús lo había sanado. Y si le preguntaban, él no había visto de qué universidad se había graduado, no sabía cuántos diplomas colgaban de la pared de su casa, tampoco si era el Logos encarnado. Él sólo tenía una cosa que mostrar: Jesús le había regalado nuevos ojos. Su razonamiento simple sigue siendo válido hoy. No sabemos quién es, pero Él sana. Y si Dios lo escucha es porque algo hace bien. Más allá del conflicto teológico y quizá ideológico que ocurría en esos días, este mendigo había experimentado en su propia carne el poder del Padre.
Que interesante reflexion. me parece que Lo mas pequeño es un misterio y lo sagrado tan sencillo.
Que si buscaramos las verdades originales, dariamos con tantas cosas que no encontramos…..