Cuando acaso el antiguo ciego se empezaba a preocupar de la expulsión religiosa, Jesús vuelve a aparecer. La Escritura cuida de decir que el Maestro halló al hombre. Y ante su sanador, este ciudadano de Jerusalén vuelve a mostrar signos de una lucidez abrumadora: tú me preguntas algo, me preguntas si creo en el Hijo de Dios, dime quién es y lo hago. En otras palabras, no sólo me enseñes abstracciones. Ya por años he vivido de oídas, de lo que otros dicen que es. Ahora que veo, déjame estrenar mis ojos. El Rabí le responde que Él es. Entonces sí, ya con todo conocimiento, «lo adora».
¡Cuánto podría enseñarnos este ciego convertido! Se alejó de las complicaciones y tan sólo experimentó la verdad. A diferencia del paralítico que puso pretextos, este se dejó llevar. Y cuando le pidieron razón de todo aquello, sólo dijo lo que sabía y lo que no. El no sé de los versículos anteriores se convierten ahora en «sé quién es el Hijo de Dios». El Maestro había empezado con algo terrenal y terminaba con algo espiritual. Una señal redonda.
Las frases finales vuelven a revelar la enseñanza de Jesús: había venido a juicio, a revelar ante ojos y oídos que quisieran quién es de la verdad y quién de la mentira. Él es el espejo, el que dice: «juzguen por sí mismos». De los sencillos y ciegos es el reino de los cielos. De aquellos que no presumen de ser los santos, inmaculados y puros, sino de los que el mismo Dios los juzga como tales. Más vale decir no veo que andar por el mundo creyendo que sí cuando nuestra vida proclama lo contrario. ¿Sabes mucho? ¿Por qué no actúas como tal? Ese ciego sanado era más valiente, más humilde y ahora salvo gracias a su capacidad de saber quién realmente era. Los fariseos de todos los tiempos, esos que adoran la letra pero no el Espíritu de la Ley, esos son los que no soportan la luz que irradia el mensaje sencillo del Mesías.