Si no es por lo que haces, sino por lo que dices, le dijeron los líderes religiosos. Jesús insiste en el valor de las obras, puestas aquí incluso por encima de las palabras. Crean en lo que hago. ¿Cuántos cristianos hoy podrían decir eso? ¿Cuántas piedras se lanzan hoy justamente por lo que los creyentes hacen? Rodeado de sus (atormentados) adversarios, Jesús no se amedrenta. Sigue insistiendo en su orígen, en la importancia del camino que Él estaba trazando.
¿Qué querían escuchar? ¿No era claro que Jesús se consideraba a sí mismo el Mesías? Atrapados en su propio legalismo, los fariseos buscaban la forma más limpia para eliminarlo. El Maestro se ha dado cuenta que la reconciliación (o el abrir conciencias) era una tarea titánica, que a Él sólo le tocaba anunciarles lo que el Padre le había ordenado. Al no ser parte de su rebaño, ellos estaban condenados a seguir viviendo en su andamiaje moral. Así responde cualquiera cuando se siente agredido. No terminaban de entender que lo más importante era la vida humana, que cualquier idea, cualquier creencia, puede (y debe) pasar por la prueba de la confrontación. Si sale bien librada, sale fortalecida. Lo contrario, cerrarse herméticamente, solo acarrea estancamiento. Todos deberíamos hacernos al menos una vez en la vida la pregunta ¿qué tal si fuera cierto? Con todo lo que eso implica.
Al final del pasaje, vemos a Jesús del otro lado del Jordán. La gente lo percibe cada vez más como un profeta incluso mayor que Juan. El conflicto ha escalado a un grado tal que el Maestro y sus seguidores ya viven a salto de mata, al menos en Jerusalén. Vale decirlo: los primeros cristianos fueron parte de una sociedad rural. La ciudad sería conquistada muchos años después. Lo que es más, el Maestro no lograría sino rechazo y persecusión en la ciudad de David. Una crítica que lo llevaría a la tumba. Y todo por, fariseos dixit, su intolerable blasfemia.