Jesús llega finalmente a Galilea. Como lo había previsto, Lázaro ha muerto y está sepultado. La escena muestra un dramatismo pocas veces visto en todo el evangelio. Primero llega Marta y su bienvenida parece reproche. Sí, yo creo, sí yo sé que resucitará, pero esas son palabras, si hubieras venido él no habría muerto. La frase de Jesús quizá no convenció a la mujer. Ser la resurreción y la vida parecía quizá un asunto más escatológico que un consuelo en ese duelo. De cualquier manera, confiesa su fe en Jesús. Marta es otra de las primeras cristianas fuera del grupo de los doce. Aperece entonces en escena la enigmática María. En secreto, su hermana le manda a decir que Jesús la llama. No echemos a volar nuestra imaginación con romances tórridos entre el Maestro y María. Acaso eso no era más que una precaución, máxime como se encontraba el embiente: muchos «judíos» habían llegado a los funerales y eran algunos de los que ya habían puesto precio a la cabeza del Rabí.
María se arroja a los pies de su amado Maestro y vuelve al reproche. El escritor se encarga de decirnos cómo todo esa atmósfera lúgubre estaba ya afetando a Jesús. María de rodillas, llorando; los vecinos, los amigos, todos en una profunda tristeza. Y vienen dos versículos que muestran toda la humanidad y toda la majestad de este honbre. El 36 dice que se conmovió en el Espíritu y el 37 es el versículo más pequeño y de los más importantes para entender el carácter de Jesús: «Y Jesús lloró». Unos dicen: «miren cuánto lo quería» y otros, quizá los más críticos, dicen «¿por qué no hizo algo por salvar a su amigo?».
¿Qué podría haber en la mente del Hijo de Dios al estar frente al sepulcro? ¿Se habría visto a sí mismo en unas semanas más? ¿Habría recordado a Lázaro con toda su familia en mejores momentos? No lo sabemos, pero sí sabemos que el hombre más hombre de todos los tiempos (al menos para los cristianos), aquel que se enfrantaba con un mínimo de temor a sus adversarios, aquel que se declaraba Mesías, ese carpintero galileo no soportó más y lloró. El Rabí derramando lágrimas. ¿Cuántas cosas nos dice ese enunciado? Todo: un Jesús no absorto en «la misión», un predicador sensible, un ser que es capaz de correr cualquier riesgo con tal de estar con los amigos. No es un Cristo de pieda y palo. Su rostro no es el de un severo regañador, el del Maestro enojón. No: es un verdadero humano que, quizá por un momento, siente el dolor.
En la capacidad que Jesús tiene de sentir dolor se dumuestra su humanidad. No es un Dios ajeno, alejado. Si es excepcional es porque entiende a sus alumnos en sus propios términos. No es el super hombre, el gran héroe que sólo sigue un guión trazado por su Padre. Es más bien alguien que siente y que no tiene miedo a que vean su fragilidad. Por un momento, el gran Maestro demuestra que lo cortés no quita lo valiente, que no es una estatua. Él nos dice que es humano, que siente y que, al fin y al cabo, está vivo. Frente a la tumba de Lázaro, Jesús quizá comprende la trascendencia de su mensaje. Justamente vino a vencer eso que ya había padecido su amigo. María a sus pies, los judíos rodeándoles, por un instante dándole tregua, sus apóstoles de tan presentes que parecen más bien ausentes. Sólo con su majestad, en esa tumba, el Rabí daría la muestra más grande de su poder. Pero antes lloró. Y en ese llanto divino está la señal de que Él nos cntiende porque fue como cualquiera de nosotros.
El gemelo Tomás estaba probablemente desconcertado porque lo que parecía ser el inicio de la gran revuelta, se estaba convirtiendo en la continuación de las críticos. Lo más escadaloso era ver a su Maestro, llorando. La sacudida, de seguro, no fue menor.