El gran milagro III

Juan 11:38-44

¿Qué otra escritura refleja el sentido último de la misión cristiana? Vencer la muerte, eso que hace finito al hombre, el gran límite, la frontera, el más allá al que Jesús viene a darle un nuevo sentido. La escena no puede ser más conmovedora. El Maestro está turbado, ha llorado, quizá con lágrimas en los ojos, ordena lo más absurdo, lo menos apropiado: quiten la piedra. «Pero apesta», le advierten. «¿No te he dicho que si creyeres, verás la gloria de Dios?». Quizá con más dudas, con caras de incredulidad y de reproche, quitan la piedra. El hombre que parecía tener un segundo nombre, escándalo, vuelve a las andadas. ¿Qué era eso de exhumar, de profanar tumbas? ¿No era una irresponsabilidad, incluso sanitaria, mover la roca? Mientras tanto, el Rabí levanta su mirada, habla con su Padre sin importar los tantos testigos que se hallaban ahí. Estipula la razón de esas señales: que crean en Él como el embajador plenipotenciario de Dios en la Tierra. Con voz fuerte, con la autoridad del Hijo de Dios que ha tomado forma (y quizá fondo) humano, ordena a Lázaro que salga. Acaso el milagro más grande de todo el Nuevo Testamento, único de Juan, se consuma.

«El que había estado muerto, salió». Ahí está la gran metáfora de la misión y de cómo se considera a aquellos alejados de Dios. Muertos. Nada de lo que hagamos aquí podría satisfacer la ansiedad, el desconsuelo y el vacío existencial que llegan cuando el ser humano se enfrenta al sepulcro. Ya hiede, le recordaron a Jesús. Pero al Salvador no le importan los olores, los gusanos, la piel echada a perder. Ahí está, conmovido hasta las lágrimas, pidiendo por nosotros. Y el milagro: no tanto que uno resucite, sino que en esa humana corrupción, se muestre la gloria del Padre eterno. Como el gusano que se convierte en mariposa. ¿Cómo se puede entender esa sinrazón de llegar a la muerte espiritual para reconocer quién es uno y quién es el Dios grande y poderoso que opera en los momentos y las situaciones más absurdas y que el humano considera causas perdidas? Quizá en esos despojos atados exista un espejo en donde cada uno puede verse.

Lázaro, sal de ahí. Y con él, millones de creyentes lo hacen. Y los testigos, ante semejante demostración de poder, se quedan sin armas, sin argumentos. ¿Cómo contradecir, con qué teología, con qué paradigma enfrentamos la naturaleza divina de un ser que ha traído de la muerte a su amigo? Cuando todos los argumentos fallan, cuando toda la doctrina se hace confusa, entonces la vida y el ejemplo clama a voz en cuello quién es quién. Los «judíos», desarmados, ven y creen. Lázaro, el antiguo muerto, estaba vivo. Y con él, el evangelio de Jesús.

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