He aquí la entrada triunfal de Jesús. Ya desde su unción, los símbolos mesiánicos se hacen presentes en todo este capítulo. Ahora el Maestro entra en un asno, la gente lo adora y proclama Rey de Israel, enviado de Dios. ¡Hosana! La escena debió causar tal impacto que los líderes asustados, desesperados, enojados dicen «el mundo se va detrás de Él». El movimiento empezado en la lejana Galilea estaba llegando a las puertas de la ciudad Santa.
Es curioso cómo el escritor nos aclara (hoy lo llamaríamos pie de página) que toda la escena no fue entendida por los discípulos. Por los fariseos sí. Ellos sabían el significado de la entrada, de las palmas, de las proclamas. Sabían cómo las Escrituras profetizaban que el Mesías había de llegar. Quizá sus discípulos volvían a sorprenderse. Habían pasado de la huida hacia «el otro lado del Jordán» a una entrada apoteósica, en plena preparación de la Pascua. No sabían sino que estaban escoltando al Maestro, al Rabí que había convertido en un sólo acto a muchos «judíos». Quizá en esa entrada estaba Lázaro, María y los demás. Su fama corría de boca en boca y ya alteraba a los dirigentes. Los apóstoles más ambiciosos se estarían frotando las manos, los más tímidos estarían asustados, acaso angustiados: ¿dónde iba a dar todo eso?
Dos mil años después, sabemos que aquello era el inicio de la última semana de Jesús en esta Tierra. Nos alegramos, la emoción nos embarga, sentimos un nudo en el corazón: nuestro Señor estaba entrando por la puerta de la Ciudad Santa. ¡Cómo quisiéramos estar ahí, tener una palma y hacer una reverencia! ¡Cómo nos alegramos al ver a los fariseos enojados porque ese sencillo carpintero tomaba la ciudad para sí! Era la fastuosidad simple (concédame esa licencia) y efímera. Pronto, muy pronto, este Maestro que parecía anticlimático por oficio, desengañaría a sus alegres seguidores.