La glorificación de Jesús estaba por ocurrir y con Él la de su Padre. El proceso inverso también es válido. En ese proceso de glorificación (algunas traducciones dirán «clarificación»), el Maestro impone un nuevo mandamiento, el único que aparece en la versión de Juan del evangelio. «Aménse los unos a los otros». No hay en esa formulación forma de escapar a la característica de un cristiano: si quieres que otros sepan que eres seguidor de Jesús, ama a tu prójimo. El nuevo mandamiento es una formulación de aquel «ama a tu prójimo como a ti mismo». El sello de los creyentes no es externo sino interno. El amor nos une y nos da identidad.
¿Qué tipo de amor? se preguntará cualquier lector. No es ciertamente el amor erótico. Juan usa «ágape». El ágape que deben tener los cristianos entre sí va más en el sentido espiritual. Es una unión interna, armoniosa con el prójimo. No es este un llamado a decirse palabras románticas sino a procurar el bien para el otro. Ese bien pasa algunas veces por el regaño y la reprensión. El que ama como Jesús enseñó no será alcahuete sino protector de su hermano. Amar es respetar, orar, cuidar, enseñar, escuchar al otro. Tener ágape es unirse, es tener comunión con nuestro Señor. La verdadera amistad no es aquella que pasa por alto el mal sino la que apunta a Cristo. Por eso es un mandamiento, por eso el Maestro no da cabida a la opción. Amar es un compromiso, no una emoción. En ese compromiso se distingue al seguidor.
Pero el capítulo termina con las duras palabras de Jesús a un Pedro emocional: ¿te vas? ¡Yo voy a dar mi vida por ti! Y entonces, Jesús le responde: ¿tu vida? Me traicionarás antes de que entiendas lo que estás prometiendo. Los gallos han cantado: ¿cuántas traiciones al evangelio han cometido los que un día prometieron su alma al Rabí? Cada uno deberá examinar su boca antes y después de hablar. Si el mandamiento es amar al otro, ¿cuánto valor se requiere para decir que uno ama al Señor Jesús?
Incluso ahí, en la traición, Jesús sigue amando a sus discípulos.