La promesa del Espíritu Santo es una promesa cumplida. El Consolador, el Defensor, aquel que vive en cada seguidor de Jesús. El mundo no lo puede ver porque no es (valga la expresión) espiritual. El Maestro no dejará sólo a los suyos. Es por eso que, aunque en ese momento doliera, al final esa muerte no sólo serviría como ofrenda de propiciación sino también para que Él pudiera vivir y existir en cada cristiano que llegara a conocerlo. Todos nosotros podríamos querer conocer «en vivo y a todo color» a Jesús, pero Él enfatiza la importancia de su partida. Así que una de las funciones del espíritu de la verdad es hacer recordar al creyente eso, sus creencias, es decir, a Jesús. Si confiamos en nuestra memoria, en nuestros recursos, la batalla espiritual no sólo sería más difícil sino probablemente una misión imposible. Es el Espíritu al que debemos invocar cuando queramos aprender asuntos divinos. Es al Consolador al que debemos recurrir para tener y guardar la palabra del Cristo.
¿Cuál es la prueba de amor? O como pregunta Judas: ¿por qué te manifiestas a nosotros pero no al resto del mundo? La respuesta es clara: escuchar y hacer caso. Obedecer a Jesús, a pesar de todo, por sobre todo, es la gran demostración de que el creyente lo ha hecho su verdadero Señor y Salvador. No sólo es hablar de Él o tener una parafernalia cristiana (el hábito no hace al monje). Ni siquiera conocerlo. Uno puede decir que conoce a Jesús, la prueba, sin embargo, es saber si Jesús lo conoce a uno. No sólo es escuchar y decir con la cabeza que sí. Es obedecerlo a pesar y por sobre todo. Aun cuando no sea agradable a los ojos o a la carne humana. Por obedecer a Jesús, el creyente se hace merecedor de tener al espíritu de la verdad.
Los discípulos seguramente estaban turbados. Ya a esas alturas podrían estar confundidos o tan sorprendidos como asustados. Su Pastor, el Hijo del hombre les dice: «no se angustien, si me creen, verán sus vidas guiadas por el Espíritu Santo». ¡Qué difícil es hacer caso cuando todo indica que lo mejor para vivir en este planeta es lo contrario! El «Príncipe de este mundo» podrá ser atrayente, zalamero, mentiroso; pero Jesús es más fuerte que Él (y el Padre es mayor que Él, buen reto teológico para la doctrina de la Trinidad). Por un momento ese príncipe de la oscuridad podría sentir que tenía la victoria. El Hijo de Dios estaba en la Tierra, acorralado en un cuarto alto de Jerusalén, con un par de traidores en su grupo, con todos medio confundidos con la enseñanza. Sin embargo, ahí se fraguaba la victoria cósmica-espiritual más grande de todos los tiempos.
Los cristianos no tenemos nada de extraordinario con otros seres humanos. Compartimos sus debilidades y fortalezas. La pequeña diferencia, decimos los seguidores de Jesús, es que tenemos en nosotros el Espíritu de la verdad. Lo seguimos porque así seguimos a Jesús y por lo tanto el camino al Padre está asegurado. Que nadie se turbe ni se acobarde: Jesús es en nosotros.