El gozo vence la adversidad

Juan 16:16-24

Un poquito más, sólo un poquito más para que sus discípulos volvieran toda esa angustia en alegría. Vaya imagen que utiliza el Maestro: el de una mujer que da a luz. Ciertamente que el parto es uno de los dolores físicos más grandes, que involucra sufrimiento, llanto, tensión, angustia; pero todo aquello se olvida rápidamente cuando la madre tiene a su hijo en brazos. Sí, venimos con dolor al mundo, pero este se convierte rápidamente en felicidad. Un segundo que parece eterno pero que hace la diferencia entre un estado de ánimo y otro. Así ocurriría con los seguidores de Jesús después de esa traumática experiencia.

La comparación no podría ser más atinada. Lo que Jesús haría traería nueva vida a millones. Por un momento el mundo, el príncipe y gobernante de este mundo se alegraría por lo sucedido. El mundo incrédulo, crítico, se alegra por las supuestas derrotas del seguidor del Maestro: «mira dónde te llevó tu fe», «¿no estabas mejor antes de volverte hermanito?», «mira cómo triunfa tu compañero incrédulo», «¿dónde está tu fe en este problema?». La sonrisa de los cínicos asoma al ver al cristiano sufrir por su fe. Pero ese placer dura un momento. Sí, los momentos nuestros suelen tener otro sentido en la mente de Dios. Pero su promesa es que aquello va a terminar en gozo perdurable. Algunos años después de esa escena, el apóstol Pablo dirá que está convencido de que nada podría separarnos del amor del Señor.

Y entonces termina lo empezado dos capítulos antes: todo lo que pidan en mi nombre lo recibirán; entonces, el gozo será completo. Jesús no es pues el genio de la lámpara, el cumplidor de caprichos. El Cristo anunciado en el Evangelio es el que enseña a pedir por temas y asuntos trascendentales que, curiosamente, tienen repercusiones en la vida diaria. Claro, el creyente anda con la mirada en la eternidad y con los pies en la tierra. No hay forma de huir de este valle de lágrimas. Pero si en esos momentos pedimos en Jesús, la vida cobra una nueva dimensión. Por eso, los mártires cristianos (los testigos de Cristo) podían ir a las más infames de las muertes cantando y acaso alegres. El tormento duraría poco si se le comparaba con la dicha eterna de encontrarse con el Padre.

Desde la comodidad del escritorio, aquello de resistir los tormentos suena romántico. Se necesita una fe aunque sea del tamaño de una semilla de mostaza y la guía del Espíritu Santo para resistir las pruebas más terribles. ¿Lo vivimos o sólo leemos la historia con ojos de sorpresa pero con soberana indiferencia en la vida diaria?

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