La Pasión I

Juan 18:1-11

Hemos llegado al drama de la Pasión, al momento culminante de la historia de Jesús en la Tierra. El Maestro y los suyos se van al jardín del Getsemaní, un lugar al parecer usado por el grupo para sus reuniones y que Judas conocía muy bien. Lo conocía tanto que llega al frente de un destacamento. La aprehensión ocurre en la noche, la hora de los cobardes en medio de, faltaba más, malos entendidos. Porque, ¿cómo no calificar de mal entendido la reacción de Pedro? ¿Y la caída, más por miedo que por milagro, de los soldados? Pero en medio de todo aquello, el valor de Jesús. Es el primero en salir, el que da la cara, el que todavía reprende a Pedro por su reacción iracunda.

¿A quién busan? preguntó el Rabí. A un tal Jesús de Nazareth. Yo soy: no es gratuita la frase. Ahí está como para recordarnos que los represores iban por el hombre, por un cuerpo humano. En ese jardín y en ese cuerpo estaba también el Hijo de Dios. No lo entendieron así ni Judas ni Pedro ni los líderes religiosos ni los soldados que sólo cumplían órdenes. Pero Jesús lo repite por enésima vez: «yo soy». Sí, como la traducción tradicional de las consonantes YHWH. Jesús era y nadie más, por eso, casi como última voluntad, pide la libertad de sus seguidores, acaso por eso recrimina a Pedro: «¿no he de beber la copa amarga que el Padre me da?».

Porque sí: todo lo que estaba por venir era voluntad divina. Es un misterio al que las mentes más agudas han querido acceder con poca fortuna (digo yo). El misterio consiste en el hecho de que teniendo todo el poder, Jesús se despoja y se convierte en un sacrificio necesario para la redención de la humanidad pecadora. ¿Por qué Dios amó tanto al mundo? Sabemos que en ese sacrificio se cumpliría la ira y la justicia de Dios, que, de lo contrario, el ser humano no estaría sino repitiendo ritos ineficaces, pero, ¿por qué sacrificar a su Hijo? ¿Por qué, pues, tanta sangre? Las respuestas llegan: por la gran corrupción de la humanidad, por cumplir con un plan eterno, por amor. Sin embargo, ninguna es del todo satisfactoria porque siempre se podría decir que Dios tenía todo el poder para evitar esa copa amarga. No lo hizo. El enemigo sonrió, el cielo se entristeció, pero todo estaba en control. La victoria final estaba asegurada.

Quizá no tengamos tanto entender como sentir este sacrificio. Es posible que la mente humana no tenga la capacidad de comprender la mente divina. Lo que a nosotros se nos hace una locura, una tontería, era poder de Dios. No lo sabemos bien, pero toda esa sangre era necesaria…

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