Juan 19:28-37
Misión cumplida: consumado es. Visto en retrospectiva, cada detalle cuenta para el reclamo mesiánico: el vinagre, la lanza en el costado. El evangelista nos está diciendo cómo todo aquello debía ocurrir. Era el guión escrito desde la eternidad para que en la carne de Jesús de Nazareth se cumplieran todas las promesas del Ungido. Pero, si tan sólo por un momento pensamos que en el Gólgota estaba recibiendo la muerte un hombre inocente, si recordamos que su madre era testigo de aquello, si hemos seguido los pasos de este predicador y ahora lo vemos ahí, colgado de la cruz, ¿cómo deberíamos reaccionar?
Consumado es. La vida material, el cuerpo donde había encarnado el Verbo dejaba de tener los signos vitales. No habría más fiestas que visitar, más enfermos que sanar ni multitudes que enseñar. Se terminarían las caminatas por los polvosos caminos de la Palestina, las pescas, las horas de comer, o las noches frente a la fogata donde el Maestro mostraba la mentalidad del Padre a doce hombres comunes. Dormir, despertar, reír, huir de sus perseguidores. Todo aquello se había terminado. Lo que había alcanzado a enseñar era lo único con lo que se quedarían los discípulos. Estaba entregando el espíritu, manera eufemística para decir que había muerto.
Consumado es. Jesús, el de Nazareth, el hijo de José y María, el que confrontaba al establishment colgaba de la cruz. Los mismos que lo llevaron a esa muerte ahora pedían a los soldados del Ejército ocupador que apuraran la muerte. El predicador de Palestina ya había muerto cuando sus verdugos fueron a quebrar sus rodillas. Para asegurarse, clavan la lanza. No había más Jesús: había sido borrado de esas calles.
¿Seguro? ¿Quiénes eran sus verdugos: los judíos, los romanos, los pecadores? ¿Quién mató a Jesús?