Jesús sepultado

Juan 19:38-42

José de Arimatea y Nicodemo: dos líderes religiosos ya convertidos a la causa de Jesús. Dos hombres que sentían el mismo miedo de todos aquellos que siguieron al Maestro. No era un miedo infundado sino basado en las serias amenazas que la Junta Suprema había lanzado al Galileo. Con todo y su miedo, van a rogar a Pilato que entregue el cuerpo sin vida de Jesús para darle sepultura. Las costumbres están arraigadas en lo más profundo del ser humano. Estos dos, con todo y haber seguido a Jesús, hicieron los preparativos que demandaba la religión, lo bajaron de la cruz, lo ungieron con especias y corrieron al primer sepulcro disponible antes de que cayera sobre ellos alguna pena por violar el Sabath.

No. A los ojos de ese par de seguidores del Maestro, la enseñanza que habían abrazado no sólo no contradecía ninguna de las cláusulas de la Ley de Moisés sino que le daba su verdadero significado. Jesús había venido a revalorar, a desempolvar la antigua religión y ellos, al fin piadosos, estaban interesado en todo aquello. No levantemos nuestras plumas contra estos dos hombres entrados en años. Seguramente, a pesar del miedo, consideraron que en algún momento su posición en el Sanedrín podría de servir de algo a la causa. Así que el miedo podría ser de utilidad. Y, por lo que leemos, Jesús no recriminó a ninguno de ellos ese miedo ante los judíos. No lo podía hacer porque sabía que todos a su alrededor sentían lo mismo. Cuando critiquemos a los que creen pero en secreto, recordemos que ellos estaban también en la mente del Maestro en su última oración.

Pero, más allá de los detalles en el relato, vale la pena volver al punto importante. Estos son los primeros minutos después del gran cataclismo que significó la muerte de Jesús en un grupo pequeño pero significativo. Todavía seguían cerca de Jerusalén, escondidos. Las mujeres y el discípulo amado de Jesús seguían muy cerca del cadáver, José de Arimatea y Nicodemos fueron los únicos seguidores que dieron la cara por Jesús, sí, quizá camuflajeados, pero al fin reclamando los despojos del Maestro. La desgracia, con todo y los bemoles que significó el juicio de Jesús, estaba consumada. Ahora sólo quedaba la tristeza, las lágrimas, la impotencia, los remordimientos en medio de aquellos que 24 horas antes departían con su Rabí. De una cena solemne, los seguidores pasaron a un frío sepulcro, cerca del Gólgota.

Las tinieblas eran más espesas que nunca. La luz parecía haber perecido en ese madero. La roca en el sepulcro y José y Nicodemo llorando son de las escenas más dramáticas en la historia del cristianismo.

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