Juan 20:19-23
Se puede decir que esta es una de las primeras reuniones de la Iglesia primitiva. Ahí, en el temor, escondiéndose de la persecución, estaban reunidos hombres y mujeres que habían creído en Jesús. Su fe flaqueaba, los eventos de la mañana los tenían en vilo y es probable que la declaración de la Magdalena había sido tomada como propia de una mujer atormentada por la tristeza. ¿Qué era eso de que Jesús estaba vivo? ¿Cómo que había pedido ir a avisarle a los doce? ¿Las palabras extrañas que usaba en sus enseñanzas preveían todo eso? Ese domingo de resurrección, antes del anochecer, sólo era motivo de alegría para la Magdalena, para todos los otros, aquella noche parecía una más de luto. Pero en esa reunión signada por el temor, de pronto se aparece Jesús.
Shalom. La paz sea con ustedes. Era Él. Ahí estaban todavía los signos de la tortura, pero su cuerpo estaba vivo. Vivo. ¿Qué palabras podrían describir lo que aquellos hombres sentían? El evangelista dice: «los discípulos se regocijaron». Sí, había un gozo que era exactamente (o más) que la tristeza de hacía unas cuantas horas. Jesús no había muerto y si lo había hecho ahora estaba de nuevo entre ellos. ¡Qué explicación necesitaban! En ese momento de euforia, los discípulos no entendían más que algo: el Maestro había resucitado, había cumplido su palabra. Jesús, entonces, era el Hijo de Dios, el Mesías, el Ungido. Esa noche, quizá sin tener conciencia clara de aquello, Jesús se estaba convirtiendo ante los ojos de sus seguidores en el Cristo. Jesucristo resucitado los visitaba.
Shalom. Hola, aquí estoy. La familiaridad con la que Jesús literalmente irrumpe en ese cuarto podía incluso chocar con algunas solemnidades modernas. Pero ese saludo trae consigo una misión: vayan y propaguen el evangelio. Y también, por fin, el Espíritu Santo: sopla, envía ese Defensor prometido tres noches antes. La llegada del Espíritu Santo tampoco es para Juan un acto con los prodigios que vio Lucas en los Hechos. Es un sencillo acto donde Cristo sopla y afirma que ahí están recibiendo el Espíritu Santo. En cualquier caso, hay que decirlo: es en la iglesia, entendida esta como la reunión de los que creen en Jesús, donde hace su presencia el Espíritu. No es un acto de misticismo elevado. Quizá todo lo contrario. Esa noche, quizá silenciosa, lo único que había entre los seguidores de Jesús era recuerdos, nostalgia. No hubo ningún tipo de parafernalia o adornos litúrgicos. Así llega Jesús para darles un gran poder y, por tanto, una gran responsabilidad: lo que perdonen, será perdonado. Serían los propagadores del perdón y la redención que sólo es posible en Cristo.
Muchas implicaciones derivan de esas palabras. Mucho estaba ocurriendo ahí y que determinaría el curso de los siguientes dos milenios. Pero eso tan trascendental es transmitido por el Padre en una escena que transpira alegría, sorpresa y sencillez.