En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor; porque el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor. (1 Juan 4:18 RV60)
Cuando nos fuimos, ¿a qué le teníamos miedo? A alejarnos de todo aquello que ahí nos habían enseñado como lo bueno, lo mejor, lo santo, la voluntad de Dios. Porque en todo grupo religioso hay modelos que el feligrés debe seguir, ideales a los que debe aspirar, metas a las que debe llegar y, por supuesto, caminos (únicos) que conducen a eso. Todos los que se alejan de ese esquema son sospechosos de ser caídos, imperfectos y, en suma, pecadores separados de Dios.
Cuando nos alejamos de esas iglesias institucionales lo primero que se asomó por la ventana fue el miedo, ese temor de encontrarnos cara a cara con el «coco» que nos dijeron que existía «afuera». Temíamos estar completamente desechos, postrados en el suelo y escuchar esas terribles tres palabras: «te lo dije». En ese desierto, del que ya hemos hablado, esa sensación de estar haciendo lo incorrecto, de haberse equivocado, de dudar sobre si es la voz de Dios o la voz del demonio lo que estamos escuchando (ay por esta confusión), es terrible, paralizante e incluso mortal. Si en el desierto se detiene más de la cuenta, encontrará pronto la muerte. Y a esos temores apuestan quienes muestran y enfatizan el castigo antes que el amor.
Descubrimos algo: las iglesias institucionales tienen la necesidad de inventarse legiones de fantasmas y castigos porque, frente ese mundo salvaje de «afuera», les urge que el creyente las considere indispensables y únicas protectoras. Imaginen lo que sería de muchos que viven de esas iglesias cuando el creyente se diera cuenta que lo único que necesita para vencer es una relación íntima con su Creador, cuando repara en el hecho de que no necesita «pastores-puentes» entre él y su Padre. Enseñar a depender de Dios y no de los hombres debería ser uno de los principales objetivos de cualquier comunidad de creyentes.
Justo cuando uno dice «enseñar a depender de Dios», llega la poderosa escritura que abre esta reflexión: «el amor perfecto echa fuera el temor». Porque Dios es amor. Esta frase tan trillada sigue teniendo su valor. Si Dios no nos hubiera amado en Cristo, si Cristo no hubiese padecido por nosotros, si no estuviéramos redimidos, salvos y protegidos por el sacrificio de Cristo, entonces sí, deberíamos temer y temblar. Si usted tiene sus piernas sanas pero le da pavor tropezar y caer, muy probablemente preferiría una silla de ruedas a usar usar sus propias piernas. ¡Qué absurdo es esto! Pero lo mismo pasa con el cristiano que actúa más por temor a «perder su salvación» que por el amor inmenso que debería tener a su Creador.
Este miedo es una de las más grandes herramientas que usa Satanás contra nosotros, pues no quiere que crezcamos y lleguemos a ser todo lo que Dios sabe que podemos llegar a ser. Pero, fíjese cómo muchas iglesias hacen el caldo gordo al enemigo: el creyente promedio no teme a Dios sino a eso que alguien le dijo que era Dios. Lo primero que deberíamos decir es «¡eso no es Dios! Al menos aprenda a distinguir entre el Dios viviente y el dios de papel que le enseñaron en su grupo religioso».
El cristiano se perfecciona en el amor. Nosotros hemos aprendido a distinguir los temores que provienen de los viejos paradigmas. El proceso de des-aprender no es sencillo. De vez en cuando aparece el antiguo hombre religioso, el moralista que actúa motivado por «no me vaya a castigar Dios». Es entonces que debemos regresar al amor. Al fin y al cabo no estamos en este camino para ser bendecidos, para huir del infierno, sino por ese amor ardiente que Dios nos tuvo primero y al que nosotros respondimos. Qué desdichado debe ser el cristiano que vive en el temor de perderlo todo y no en la seguridad de que ya tiene todo.
Y hemos visto milagros, crecimiento, libertad y perfección en el creyente que, a pesar del miedo, se avienta de frente al camino del amor. Es ahí y sólo ahí, despojado del viejo hombre, del miedoso y cobarde hombre natural, que un día se encuentra de frente con el Dios de amor que su Maestro le enseñó. Por ese instante valen la pena todos los años que pasamos en el desierto. Oramos porque ese encuentro llegue y usted sea un perfecto amante. Vale la pena. Es lo único que vale la pena.