Los idiomas de la Biblia

¿Qué otra cosa podría hacer el creyente que entender a su Dios? Los cristianos, dicen algunos estudiosos, somos religiosos de libro. ¿Será? Creo que tales estudiosos o bien exageran o bien no terminan de entender la esencia del cristianismo. Y la esencia es que podemos tener una relación con el Creador. Tan místico (esquizofrénica, dirán mis amigos psiquiatras) como suene.

Y sin embargo, leemos una colección de escritos con más de cinco milenios de edad. Una buena parte están escritos originalmente en una lengua que, para fines prácticos, está muerta; otra ha cambiado tanto que prácticamente es otro idioma. Hebreo, arameo y griego, no los idiomas de Dios, los lenguajes a través de los cuales nos llegó una parte de la revelación de Dios. Ni más ni menos que eso.

Estudiarlos, entenderlos, leerlos. Luego, reflexionar. Y, finalmente, vivir. Pero, por favor, que no se acuse al estudioso de vanidoso. ¿Es vanidad tratar de entender los idiomas en que los escritores de las Escrituras plasmaron lo que el Espíritu les iba revelando? No lo creo. Más bien, siento que es una necesidad genuina de todo individuo y toda comunidad que tome en serio una de sus fuentes de autoridad. Muchos errores se podrían evitar y muchas mentiras podrían descubrirse si los cristianos fueran al texto hebreo, griego y arameo, al menos.

¿Qué otra cosa podemos hacer los seguidores de Jesús que, luego de ser salvados, entenderlo? No necesitas hebreo para servir, pero para servir mejor sí es necesario. Nada comparado a entender estas palabras:

וַיְדַבֵּ֥ר יְהוָ֖ה אֶל־מֹשֶׁ֥ה לֵּאמֹֽר׃
דַּבֵּ֤ר אֶֽל־אַהֲרֹן֙ וְאֶל־בָּנָ֣יו לֵאמֹ֔ר כֹּ֥ה תְבָרֲכ֖וּ אֶת־בְּנֵ֣י יִשְׂרָאֵ֑ל אָמֹ֖ור לָהֶֽם׃ ס
יְבָרֶכְךָ֥ יְהוָ֖ה וְיִשְׁמְרֶֽךָ׃ ס
יָאֵ֨ר יְהוָ֧ה ׀ פָּנָ֛יו אֵלֶ֖יךָ וִֽיחֻנֶּֽךָּ׃ ס
יִשָּׂ֨א יְהוָ֤ה ׀ פָּנָיו֙ אֵלֶ֔יךָ וְיָשֵׂ֥ם לְךָ֖ שָׁלֹֽום׃ ס
וְשָׂמ֥וּ אֶת־שְׁמִ֖י עַל־בְּנֵ֣י יִשְׂרָאֵ֑ל וַאֲנִ֖י אֲבָרֲכֵֽם׃ פ

Si quieren saber cómo se pronunciaría, sonaría más o menos así (noten que YHWH no lo pronunciamos, aunque ahí está. Mejor decimos “Adonáy”. Si quisieran pronunciarlo, quizá una pronunciación cercana sería decir, Yavé donde dice Adonay):

Ayedeber Adonáy el Moshé lemor:
Dabér el Aarón veél banáv lemór, koh tebarejú et bnéi yisraél, amór lahém:
Yevarejéja Adonáy veyishmeréja: yaér Adonáy panáv eloéja vijunéja: yisá Adonáy panáv eléija. veyasém lejá shalóm: vesamú et shmí al bnéi yisraél vaaní avarejém.

Feliz inicio de década

Pues llegamos a la segunda década del tercer milenio. ¿Qué nos espera los próximos diez años? La gran incógnita, la gran pregunta, el gran empeño del hombre: intentar predecir, jugar al profeta. No lo sabemos porque ni siquiera estamos seguros de la existencia del destino. Así que salgamos a enfrentar los retos. No olvidemos que el Señor está listo a hablar y que sólo necesitamos tener la frecuencia correcta para escucharlo. Lo que sigue sí es decisión nuestra: o lo obedecemos o no. Mi humilde recomendación es que lo obedezcamos.

Bendiciones para el 2011.

Domingo de Pascua (1 de 3)

Ahora Barclay empieza el comentario del capítulo 24 de Lucas.

¿POR QUÉ BUSCÁIS ENTRE LOS MUERTOS AL QUE VIVE?
Lucas 24:1‑12
El shabat judío, nuestro sábado, es el séptimo día de la semana, y conmemora el descanso de Dios cuando completó la Creación: El domingo cristiano es el primer día de la semana, y conmemora la Resurrección de Jesús. Aquel primer domingo cristiano, las mujeres fueron a la tumba para llevar a cabo los últimos quehaceres del amor y embalsamar el cuerpo de su amado muerto con aromas y ungüentos. En Oriente, las tumbas se hacían muchas veces en la roca. El cadáver se envolvía en largas tiras de lino, como vendas, y se colocaba en un poyo de la roca. Luego se cerraba la tumba con una gran piedra circular. Cuando llegaron las mujeres se encontraron con que la piedra no estaba en su sitio, y la tumba abierta.

Aquí nos encontramos con una de esas discrepancias en los relatos de la Resurrección a las que dan tanta importancia los que no quieren creer. En Marcos, el mensajero de la tumba es un joven con una túnica larga blanca (16:5); en Mateo, es un ángel del Señor (28:2). Aquí son dos varones con vestiduras deslumbrantes; y en Juan son dos ángeles (20:12). Es cierto que hay algunas diferencias de detalle; pero también es cierto que lo que importa está muy claro y siempre igual: el hecho de la tumba vacía. Si, como algunos sugieren, todos estos relatos se inventaron para presentar algo que no había ocurrido, habría sido facilísimo ponerse de acuerdo en los detalles también. Ningún juez espera que los testigos presenciales coincidan en todos los detalles de su testimonio. Si dos firmas son exactamente iguales, una por lo menos es falsa. Las diferencias son una prueba de la honradez de los evangelistas, y de la verdad de la Resurrección.

Las mujeres volvieron con la mejor noticia de la Historia, pero los apóstoles no las creyeron. Aquello les sonaba a cuento. La palabra que se usa en el original se emplea en las historias médicas para referirse a las tonterías que se dicen en un estado febril agudo o de locura. Sólo Pedro se lanzó a comprobar si aquello era cierto. Esto dice mucho de Pedro. El que negara a su Maestro no se podía haber mantenido oculto; y, sin embargo, tenía el coraje moral necesario para enfrentarse con los que conocían su vergüenza. El que había actuado como “una paloma incauta”, se iba convirtiendo en “una roca”.
La pregunta ineludible y desafiante de esta historia es la que dirigieron a las mujeres los mensajeros: “¿Cómo es que estáis buscando donde se ponen los muertos al que está vivo?”

Todavía hay muchos que buscan a Jesús entre los muertos.

(i) Hay quienes le consideran el hombre más grande y el más noble héroe que haya habido jamás, y el que vivió la vida más encantadora que se haya vivido en la Tierra pero que murió hace mucho tiempo. Eso no es. Jesús no está muerto: ¡está vivo! No es meramente un héroe del pasado, sino una realidad viviente del: presente.

(ii) Hay quienes consideran a Jesús meramente como un hombre cuya vida hay que estudiar, cuyas palabras hay que examinar y cuya enseñanza hay que analizar. Esto se ve claramente en los muchos grupos de estudio que proliferan mientras desaparecen las reuniones de oración. Sin duda, el estudio es necesario; pero Jesús no es meramente un objeto de estudio, sino Alguien con quien puede uno encontrarse y vivir cada día. No es meramente el personaje de un libro, ni siquiera del mayor libro del mundo, sino una presencia viva.

(iii) Hay quienes ven en Jesús el modelo y ejemplo perfecto. Y lo es; pero un ejemplo perfecto puede ser algo descorazonador. A algunos de nosotros nos daban en el “cole”un cuaderno de caligrafía a la cabecera de cuyas páginas había una línea de escritura perfecta que teníamos que reproducir. ¡Qué pobre era el resultado que lográbamos en nuestro esfuerzo para reproducir aquel modelo perfecto! Pero, a veces, el maestro se nos acercaba, se sentaba a nuestro lado, nos cogía la mano en la suya, y nos guiaba los trazos. ¡Qué bien nos salían entonces, y con qué concentración nos mordíamos la lengua! Eso hace Jesús con nosotros: no se limita a ser un dechado perfecto que nunca podremos reproducir, sino que nos guía y fortalece para que podamos seguir su ejemplo. No es sólo un modelo de vida; es también una presencia que nos ayuda a vivir.

Podría ser que nuestra vida cristiana careciera de este elemento esencial porque hemos estado buscando al que está vivo entre los muertos.

Tomado de: Comentario de William Barclay al Nuevo Testamento (v. 4. Lucas)

¿Qué es una iglesia sana?

“pues Cristo no me mandó a bautizar, sino a anunciar el evangelio, y no con alardes de sabiduría y retórica, para no quitarle valor a la muerte de Cristo en la cruz.” (1 Corintios 1:17)

He aquí una pregunta difícil y polémica. Vamos a tratarla en el contexto del evangelismo, tema que hemos venido abordando estos días. Quizá el texto que acabamos de citar suene raro en los oídos de aquellos acostumbrados a sólo escuchar Mateo 28:18-20. Al parecer es una provocación de Pablo. Pero volvemos al punto que hemos tratado antes: evangelizar significa que anunciamos a Cristo vivo y resucitado. Alguna vez quise mostrar a uno de mis queridos líderes esta Escritura. Le dije que él hacía mucho énfasis en aquello de que una iglesia sana debe bautizar a tantos como Dios lo permita (con una ayudadita del hombre, añadiría yo), sin embargo, el mismísimo Pablo decía algo diferente. No recuerdo qué me dijo, pero estoy casi seguro que me respondió algo como: “no uses las Escrituras para justificar tu falta de espiritualidad y tu evidente falta de amor por los perdidos. Si no has bautizado a nadie, no estás dando fruto y no eres un buen cristiano”. ¿Será?

Otra breve historia. Un líder respetadísimo escribe en su página que está organizando un domingo evangelístico, una conferencia donde quiere mostrar la gloria de Dios. Son cien personas en su congregación y pide a Dios que lleguen más de 300 en ese domingo especial. Llega el día y en la noche anuncia: “estoy impresionado por el poder de Dios pues pedimos por 300 y el total fue 440. ¡Gloria a Dios!”. Un hermano amado lee eso y me dice: “mira, ellos sí están haciendo el trabajo, no como aquí que dicen estudiar las Escrituras pero se la pasan peleando entre líderes y no crecen”. Volví a preguntar, ¿será cierto?

Creo que pensar que una iglesia es sana sólo porque el número de miembros aumenta es un error. Quizá sea una mala interpretación de la comparación de la Iglesia con el cuerpo. Romanos 12:4-5, 1 Corintios 10:17, 12:12-27; Efesios 1:23, 5:29-30; Colosenses 1:18, 2:19; etc, etc. son Escrituras que comparan claramente a la Iglesia con el cuerpo de Cristo. Fijemos nuestra atención en la última:

“Ellos no están unidos a la cabeza, la cual hace crecer todo el cuerpo al alimentarlo y unir cada una de sus partes conforme al plan de Dios” (Colosenses 2:19)

Pablo está hablando de algunos hermanos que se hacen pasar por muy religiosos pero en realidad no lo son. La clave para aclarar el punto de la “salud” de una iglesia está en la parte de que la Cabeza, es decir Cristo, hace crecer el cuerpo al alimentarlo y unir cada una de sus partes. ¿Se está refiriendo Pablo a los de afuera? Es decir, como Dios ya tenía un plan, quizá “unir sus partes” no sea más que una suerte de rompecabezas divino y la misión de los cristianos sea buscar a los que de antemano Dios ya había destinado a ser parte de ese cuerpo. Esta idea del rompecabezas podría parecer ofensivo para algunos lectores, pero no pretende ser más que un ejercicio de lo que una mala interpretación puede hacer. Porque se podrá decir que si esto fuera cierto, ¿para qué buscar a Dios si Él de por sí nos va a encontrar? Y si esto es cierto, la misión de la Iglesia no sería ir y hacer discípulos porque ya estarían hechos. ¿Absurdo? Puede ser. Concedamos, pues, que unir las partes no se refiere a los no conversos. Unir las partes en el contexto de este pasaje tiene que ver con los cristianos.

Entonces, ¿quién hace crecer el cuerpo? ¡Cristo! Es Cristo quien la alimenta. Veamos con claridad el proceso: la cabeza alimenta al cuerpo y éste crece. O al revés: el cuerpo crece cuando la cabeza lo alimenta. ¿Significará alimentar, multiplicar el número de miembros? La multiplicación de miembros no aparece en la Escritura. En todo caso, entiendo que cuando uno se alimenta, fortalece un cuerpo que en realidad ya posee. Yo no como diariamente porque quiero tener tres brazos. Me gustaría encontrar un alimento que fortalezca los ojos que ya tengo (enfermos, por cierto), pero no para tener cuatro ojos (los lentes no cuentan). Así, Cristo alimenta y da salud a un cuerpo que en realidad ya existe. Si se trata de medir la salud del cuerpo (la iglesia), debemos buscar cómo ese cuerpo está siendo alimentado. Si ese cuerpo no está sano, la cabeza no existe o es otra diferente a Cristo porque, lógicamente, la cabeza debe estar sana y nadie en su sano juicio dirá que Jesús no está alimentando a su iglesia. Lo más probable es que esa iglesia no esté siendo regida por Cristo.

Aunque seguimos sin contestar la pregunta de qué es una Iglesia sana, ya sabemos que, de acuerdo a la Escritura, la Cabeza (Cristo) alimenta, cuida y da salud al cuerpo (la Iglesia). No es una conclusión menor: si Cristo alimenta la iglesia, ¿no sería redundante preguntar si tal congregación es sana? Si Cristo está en la Iglesia, ¡por supuesto que es sana! Investiguemos, entonces, algunas señales de esa salud, misión que vendrá en los próximos artículos.

Vamos a la calle, ¿o no?

“Todos los días enseñaban y anunciaban la buena noticia de Jesús el Mesías, tanto en el templo como por las casas” (Hechos 5:42)

Es claro que se debe anunciar el evangelio en cualquier parte. En Hechos 8:4 se nos dice que los cristianos exiliados de Jerusalén “anunciaban la buena noticia por dondequiera que iban”. Entonces, ¿lo anunciamos o no en las calles, en las delegaciones, en los palacios municipales, en el autobús, en el metro? ¡Sí! Por supuesto que sí. Solos o acompañados, en medio “campañas evangelistas” o sin ellas. El cristiano tiene una buena noticia que anunciar al mundo y no puede quedarse callado. El regalo de Dios es tan grande, extraordinario y poderoso, que el verdadero cristiano no puede ir por el mundo guardándolo como si fuera un secreto de gran valor. Pero se trata de anunciar el evangelio, la gracia, el perdón, la salvación. Quizá ese sea mi punto en estos artículos. Lo que veo constantemente en varias iglesias es una promoción descarada de esa iglesia y no la promoción agresiva del evangelio.

Hay, claro, una visión (una teología, si se prefiere el término) de la iglesia en todo esto. La iglesia es la familia de Dios, el cuerpo visible de Cristo en la tierra. Cuando dos o más cristianos se reúnen en el nombre de Jesús, ahí está Él (Mateo 18:20). Además, la Escritura enseña que no existe el Rambo espiritual, ese guerrero solitario todopoderoso y toda debilidad al mismo tiempo. El cristiano existe dentro de una comunidad. Entiendo que cuando invito a alguien a una reunión cristiana lo estoy llamando a conocer a Cristo. Lo que me preocupa es que otros queridos hermanos confundan los términos y terminen siendo vendedores de una franquicia (“la iglesia fulanita”) y de un producto (“la salvación”). No es malo ni hay que desechar por inútiles las “campañas evangelísticas” pero habría que darles un nuevo sentido. Y ese sentido no puede ser otro más que Cristo y su evangelio.

Las llamadas “campañas evangelísticas” sirven (y mucho) cuando cumplen el verdadero propósito: que otros conozcan a Cristo. Porque, ¿de qué sirve que dos cristianos traigan a su reunión a cien personas si ninguna de ellas conoció a Cristo? Porque ciertamente, el mundo conoce de Cristo, sabe los datos generales porque se enseñan desde niños. Pero, ¿conoce nuestra sociedad a Cristo vivo y resucitado? No lo sé, pero lo dudo. Sin embargo, para eso está la iglesia: para conocer, vivir, experimentar a Cristo. Una campaña con muchas invitaciones, mucho espectáculo, muchos espejitos y lucecitas es igual de efectiva que una simple invitación de un cristiano a un no cristiano. Pero tiene más poder (en términos de que otros vivan a Cristo) cuando hay toda un soporte espiritual detrás y cuando las miles de almas se quedan en la familia de Dios. A mí no me impresionan los números que lleguen a una reunión cristiana, me alegraría más saber cuántos de esos números se convierten en almas que llegan al cielo. Si me piden un indicador de “éxito” de una conferencia, no diría qué tantos llegan, o qué también estuvo la escenografía o qué bien lo hizo el predicador. No, mi indicador sería cuántas almas se salvan. ¿Más difícil de medir? Quizá. Pero también más realista. Dicho sea de paso: lo que el libro de los Hechos reportan no es el número de visitas a las reuniones; esos tres mil (Hechos 2:41), esos cinco mil (Hechos 4:4) son el número de los salvos. ¿Cuántas “visitas” tuvieron que llegar para que tantos se salvaran?

Pero aquí hemos llegado a otro punto un tanto polémico. ¿Cómo medimos el éxito, la salud, de una iglesia? Si Dios nos da fuerza y entendimiento, trataremos este tema en los siguientes artículos. Baste decir por el momento que la Escritura es muy clara en llamar a los discípulos a hacer más discípulos donde sea, como sea y con quien sea. Hacer más discípulos quiere decir llamarlos a ser parte de la familia de Dios, es decir, presentarles el plan de Dios para ellos, decirles que el perdón de pecados y el regalo del Espíritu Santo les espera en las aguas bautismales. Ah, y la anexión al cuerpo de Cristo, que no es, de lejos, el regalo menos importante.

La Gran Comisión revisitada

«Dios me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra. Vayan pues a la gente de todas las naciones y háganlas mis discípulos, bautícenlas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y enséñenles a obedecer todo lo que les he mandado a ustedes. Por mi parte, yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo.» (Mateo 28: 18-20).

He aquí el caballito de batalla del proselitismo religioso más agresivo. Su argumento dice que así como Jesús mandó a los Doce, así manda a cada generación a hacer discípulos de de todas las naciones. Después del bautismo, continúa un proceso de enseñanza que en nuestra iglesia se llama «discipulado». Pero la clave no está en esto último sino en aquello de «ir a la gente de todas las naciones». Se enfatiza «gente», «todas» y «naciones» para decir, «vámonos a la misión» que traducido quiere decir, «engordemos nuestras iglesias (o denominaciones)». El argumento mezcla verdades contundentes con opiniones y pierde de vista algunas obviedades.

Vamos por partes. El evangelismo es «enseñar todo lo que yo [Jesús, el Cristo] les he enseñado». Es decir, evangelizar es anunciar lo que Jesús anunció. Evangelismo es llamar a todo individuo a ser discípulo (seguidor) de Jesús. Es así como podemos decir que el “discipulado” no es otra cosa sino evangelismo porque se está anunciando o enseñando aquello que Jesús mandó. No se puede decir que uno no está cumpliendo con la Gran Comisión si está enseñando a Cristo a otro hermano de fe pero no trae visitas a la iglesia. Medir el éxito de un cristiano por el número de amigos que trae a cada reunión es tratarlo como un simple vendedor que gana más comisión si vende más. Esto no es lo que enseñó Jesús.

¿No hay que ir a la calle y anunciar el mensaje? Ciertamente, la primera generación de discípulos predicaba las buenas noticias a luz del día y cuando no se pudo hacer porque la persecusión arreciaba, lo hicieron también en las tinieblas de las catacumbas. Pero debemos notar que lo primeros cristianos, aquellos Doce, primero evangelizaron a sus familias. Los evangelios tienen varios ejemplos de eso: Juan y Andrés van a ver a Jesús, luego, Andrés va con su hermano Pedro y le presenta al Maestro (Juan 1:41-42). Luego, Jesús llama a Felipe quien va a buscar a un amigo cercano, Natanael (Juan 1:44-45). Juan y Santiago eran hermanos (Marcos 1:19). Y cuando enferma la suegra de Pedro, Jesús la sana (Marcos 1:30-31). ¿Y qué decir de la familia de Lázaro (Juan 11)? ¡Familia por todas partes! Si no somos capaces de anunciar a Cristo con nuestras familias, que nos conocen al menos en forma externa, ¿por qué ir con los desconocidos de la calle? La respuesta es simple: porque ellos no nos conocen, porque el fruto del Espíritu Santo no es conocido por ellos. Puesto que el primer ministerio de un cristiano es la casa (1 Timoteo 3:5) el evangelio debe ser anunciado, en primer término, a la familia.

Pero sigo sin responder si no se debe hacer ningún tipo de proselitismo callejero. En el siguiente post hablaré de esto. Baste repetir una vez más que el Nuevo Testamento (y con mucho mas fuerza, el Antiguo) nos enseña que el primer grupo de personas a las que un cristiano tiene que evangelizar es su propia familia.

¿Números santos?

«Iglecrecimiento» han traducido al español un término anglosajón que se refiere a una tendencia eclesiástica según la cual entre más gente albergue una iglesia más saludable es. Y podrían añadir: es mejor, más santa y más espiritual que las pequeñas congregaciones que no «crecen» en años. Claro, ellos no lo dirán así jamás (no en público) y le quitarán las comillas a la palabra crecimiento. Porque para ellos, fuera las complicaciones, crecer es igual a tener el número más grande de miembros. No los cuestiones porque dirán: «es la misión que nos dio Cristo», «¿no has leído Hechos, los tres mil, los cinco mil?». Te citarán Mateo 28:18-20, Juan 15, Hechos 4:4. Te dirán que la iglesia es un cuerpo y que todo cuerpo debe crecer, si no muere.

¿Quiénes son estos promotores de la mercadotecnia espiritual? Los propagandistas y proselitistas de su iglesia son, digámoslo sin cortapisas, herederos de la reforma protestante. Hijos quizá mal queridos de Lutero, su vocabulario está lleno de frases provenientes de la versión Reina Valera y sus métodos no son tan diferentes de una organización en pirámide. Cuando se les recuerda que el grupo que más crece es el de los mormones y el de los Testigos de Jehová y que, si seguimos sus argumentos, ellos sí que son «saludables» o en todo caso que la Iglesia cristiana más grande es la católica romana, lanzan sus adjetivos favoritos: falsos, Babilonia, superficiales, desviados. Sí, lector atento, enseñan su profundo rostro sectario. Pero no les digas eso porque es peor que ofendieras al Espíritu.

¿A qué viene todo esto? ¿Estás subestimando el evangelismo, Venegas? ¡No! Los siguientes posts hablarán del tema pero lo quiero dejar claro desde ahora: el evangelismo es un mandato que todo cristiano, y por extensión, toda iglesia tiene que cumplir. En los próximos días vamos a hablar sobre el tema, pero desde ahora lo digo: evangelismo no es sinónimo de competencia en el mercado religioso por ganar más almas. ¡No! Evangelismo es anunciar el evangelio de Cristo. ¿Qué hacemos cuando invitamos a alguien? ¿Lo invitamos a «nuestra iglesia» o lo invitamos a conocer a Cristo? El tema, sin duda polémico, nos servirá, de paso, para saber qué entendemos por Iglesia. Ni más ni menos que eso.

La comunión

Gálatas 1:4
«Jesucristo se entregó a la muerte por nuestros pecados, para librarnos del estado perverso actual del mundo, según la voluntad de nuestro Dios y Padre»

La voluntad de Dios fue librarnos. ¿De qué nos libró? ¡De un mundo perverso! Nos trajo a su Reino. La comunión nos recuerda eso pero también nos recuerda que ahora somos una nación santa, un pueblo elegido por Dios y consagrados por medio de Jesús. Cuando la tomamos, nos estamos reafirmando como pueblo elegido. Todos tomamos del mismo pan y del mismo jugo para recordar que somos uno solo, que si uno sufre, los demás también padecen.

La Santa Cena reúne al pueblo de Dios. Le recuerda a su Maestro. ¿Es gratuito que la oración más cristiana empiece diciendo “nuestro”? No. Por eso, ahora que tomes del pan y del jugo, piensa también en el hermano con quien tienes un rencor, una mala actitud o un pensamiento en su contra. Recuerda que Jesús es también su Señor. Él murió por nosotros, es decir, también por ese hermano que tú criticas. Cuando lo haces, ¿se te olvida que Jesús murió para sacarnos de un mundo perverso? En ese mundo perverso hay chismes, rencores y resentimientos. ¿Se vale que eso lo padezcamos también en la familia de Dios? No. Mil veces no. La comunión debe unir a los cristianos. Mira ese pan y ese jugo. ¿Por qué lo tomas dentro de esta reunión? ¡Porque Jesús ordenó que lo hiciéramos cuando nos reuniéramos! Él sabía que habría conflictos, pero la Santa Cena los iba a regresar al punto esencial: todos somos iguales delante de Dios.

Perdona a tu hermano por la cruz de Jesús. No lo veas a Él, ve antes la cruz de tu Maestro. En el Gólgota Jesús también murió por los apóstoles, esos que lo habían abandonado. Si Él los perdonó, ¿por qué tú no? Si Él los amó sin condición, ¿por qué tú no lo haces? Ama y perdona por la cruz.

¿Hay cambios en el protestantismo?

No deja de ser paradójico que los hijos de la Reforma sean los más reacios a los cambios eclesiásticos. Las comunidades protestantes prefieren dividirse antes que cambiar. Y mire que, salvo excepciones, estos cambios no suelen ser espectaculares. El resultado es un cristianismo dividido, disperso y confundido.

En apariencia, el protestantismo no es anquilosado. Al poner el énfasis en la responsabilidad individual y al dejar que cada creyente vaya a las fuentes, los protestantes son más plurales en su forma de vivir el cristianismo. Pareciera que cada comunidad tuviese sus propias reglas donde todos son felices porque ellos, los miembros, se dieron tales normas. Pero esta fotografía es borrosa.

La realidad es que estas iglesias se sienten incómodas con el disidente. Parece una vieja historia: una persona lee blanco donde la comunidad lee negro, lo expresa, no le hacen caso, la persona ahora lo grita, la iglesia lo calla, él se va con su grupo y la calma vuelve a la congregación. Y, claro, una nueva iglesia nace: la iglesia principal se llama La puerta de oro, la nueva El portón dorado. Ambas se lanzarán indirectas y, aunque no lo digan, se considerarán mejores que los otros. Tendrán miles de escrituras para autojustificarse.

¿Será un gen propiedad de Lutero lo que provoca todo esto? La Reforma protestante ha dejado de ser Reforma para solo convertirse en protesta. Y un cristiano en protesta permanente no parece tener futuro.

¿Debemos aspirar a ser una iglesia del Nuevo Testamento?

Valdría la pena preguntarse si realmente la iglesia moderna debe parecerse a la iglesia primitiva. La iglesia es la institución más antigua del Occidente: ¿no hay nada bueno qué aprender de dos milenios? La otra cosa es preguntarse, ya desde la exégesis, si lo que Dios quiere es que imitemos a esos primeros cristianos. En esta reflexión hay, debemos decirlo, un componente de la modernidad: la noción del progreso. Y, ya lo sabemos, la modernidad se nos presenta como antítesis de la religión y al cristianismo como su enemigo a vencer. Hay algo de parricidio en estos modernos. Pero debemos reconocer que la modernidad ha dejado el principio de progreso como positivo: ser progesista es, en la sociedad del siglo XXI, infinitamente mejor que ser conservador. O al menos, es más chick, ser «progre» es saber venderse en este mundo.

Pero volvamos a la pregunta inicial: ¿debemos aspirar a ser la copia exacta de la iglesia primitiva? O más: a la iglesia neotestamentaria. La primera dificultad que un lector atento del Nuevo Testamento va a encontrar es que no existe el concepto «la» iglesia como entidad monolítica, unificada y uniforme. Lo que sí hay es una pluralidad de iglesias. La iglesia de Jerusalén parecía tener poco en común con la iglesia de Corinto y ésta a su vez menos con la de Roma. Ese poco, dirán con razón los lectores, es mucho: creían todos en la obra y enseñanza de Jesús de Nazareth. Más allá de eso, quizá, no había más.

Lo que sí vemos muy claramente en las escrituras griegas es una serie de principios. O mejor: hay algunas doctrinas, algunas prácticas y algunas «estructuras» que todos los creyentes practican desde entonces. Hay que encontrar esas tendencias generales y aplicarlas en el contexto moderno de la iglesia.

La pregunta viene a colación porque hay una suerte de obsesión en algunas iglesias descendientes de la Reforma. Dígame usted si no: la idea de que la iglesia moderna debe ser una copia de la iglesia primitiva o, en el extremo, de la iglesia del Nuevo Testamento permea infinidad de grupos. Esta teología ha llevado a situaciones bochornosas: grupos de cristianos que se visten como ellos creen que se vestían en el siglo I, que hacen de esas minucias un verdadero dogma que, en la práctica, se ponen encima de la soteriología. Una mujer que crea en Jesús, que practica sus preceptos y que en general es piadosa pero que se vista de pantalón y se maquille es vista poco menos que «ramera», adjetivo preferido de estos restauracionistas trasnochados.

Pero hay aquí un error de interpretación y de profunda ignorancia en las escrituras. Acomodan las escrituras a su antojo: ¿por qué exigir los atuendos en mujeres pero no en hombres? Porque si a esas vamos, los hombres deberían ir por este mundo en sandalias y túnicas. Y todavía más: deberían hablar, al menos, en griego koiné. También deberían tener una teología peculiar de la Trinidad, que no se desarrolló sino hasta al menos tres siglos después de Cristo y deberían resolver el asunto de la organización: ¿elegimos el modelo de Jerusalén o el paulino? Pero, más dramático aun: ¿qué Escrituras leemos y consideramos inspiradas?

Porque los restauracionistas no han podido responder con eficacia algunas preguntas:
1. ¿Por qué, desde el punto de vista exegético, hay que copiar la primera iglesia?
2. ¿Qué consideramos «iglesia primitiva»? ¿Qué periodo histórico comprende? ¿Qué conocemos con certeza histórica de tal periodo?
3. ¿Qué aspectos de esa iglesia copiamos y por qué?

En querer regresar a nuestras raíces hay un sentimiento de insatisfacción actual, una añoranza por los viejos y buenos tiempos. “Todo tiempo pasado fue mejor» es igual a decir que hay una edad de oro de la cristiandad. Pero es una idea romántica, parcial e ingenua. Hermanos y hermanas: vivimos en el año del Señor 2009.

Estoy convencido que las Escrituras son la base, los límites, los bordes en donde cada comunidad de cristianos debe construir su propio edificio, uno que es parte de un vecindario noble, antiguo, con zonas rojas, negras y grises, pero ese edificio se construye aquí y ahora. Eso, la idea clara de líderes cristianos de adaptarse a su situación histórica, social, cultural y política, es el elemento clave para entender cómo seguimos hablando hoy de ese carpintero llamado Jesús, proveniente de Nazareth.

Sobre la influenza y el fin del mundo (2)

Partamos por eliminación. No creo que haya secta o grupo serio que afirme que ya estemos en la segunda o tercera fase. Sinceramente, el conjunto del pueblo cristiano ha pasado más de dos mil años esperando la llegada de Jesús, esa señal que él mismo anunció en ese capítulo 24. Tampoco se ha convertido el sol en oscuridad. La luna sigue dando su esplendor (al menos en luna llena). ¿Qué decir de la predicación del evangelio a todo el mundo? Aunque algunos cristianos quisieran pensar lo contrario, el cristianismo sigue sin existir en muchas partes en todo el mundo. O dicho de otra manera, Jesús no es conocido por millones de seres humanos. Así que concluyamos que, si hay que elegir una fase del fin, esa sería la primera.

Cierto: hay guerras, pestes, falsos profetas, terremotos, hambre. Y lo que falta. Al decir que estamos experimentando las señales del fin, caemos en un problema: pensamos que somos los únicos que han padecido esto en los últimos dos mil años. ¿Guerras entre naciones? ¿Hay un conflicto más grande y mortífero que la Segunda Guerra Mundial? ¿Cómo justificamos la peste negra, la gripe española o la epidemia del SIDA? ¿Falsos profetas? ¿Y los Borgia en la mismísima Roma, capital del cristianismo en la Edad Media? ¿Terremotos? ¡La Tierra vive en un perpetuo estado telúrico! El hambre mató a miles en Irlanda, en el siglo XIX y lo ha hecho en toda la historia de la humanidad.

Ubiquémonos, por un momento, en un habitante de Londres en 1940. Con hambre, huyendo de la destrucción que provenía del cielo, con enfermedades causadas por todo aquello, ¿no se sentía que el fin del mundo estaba cerca? Y el habitante de la ciudad de México en 1918, en medio de la destrucción de la Revolución, de la gripe española, de la profanación de templos por grupos de rebeldes, sin agua, sin provisiones para cubrir sus necesidades básicas: ¿no sentiría que los sellos de los que habla el apocalipsis ya estaban siendo abiertos?

Así que no vayamos muy de prisa en esto. Los cristianos han pasado dos milenios con estas pruebas. El fin ha estado en sus corazones, pero no llega. Esta epidemia no es más que eso: una enfermedad provocada por un virus de nombre H1V1. Así de sencillo.

Sobre la influenza y el principio del fin (1)

Veamos: crisis financiera, violencia, falta de agua potable, sequía, calentamiento global, terremotos, sospechas de lanzamiento de un misil atómico y ahora una epidemia que amenaza con ser mundial y que en México cobró ya varias víctimas mortales. ¿Es esto el principio del fin? ¿Se están cumpliendo las «condiciones» de Mateo 24 o del Apocalipsis? ¿Cómo se supone que deberían estar los cristianos ante todo esto?

Para este ejercicio vamos a utilizar un método literalista para interpretar Mateo 24. Este es un supuesto mayor pues, como bien se sabe, los criterios hermenéuticos suelen ser un tanto caprichosos y algo que un intérprete considera literal otro lo hace alegórico. Pero baste ahora considerar una interpretación literal de este pasaje.

Jesús ha llegado a Jerusalén a pasar sus últimos días. En Mateo 23 lo escuchamos criticando con dureza la religiosidad hipócrita del establishment jerosolimitano. Luego llora por Jerusalén advirtiendo que es dejada desierta hasta que no reconozcan que Él es el Señor (23:36-39). De camino al templo, sus discípulos le preguntan sobre esta último declaración. «¿Cuándo ocurrirá? ¿Qué señales hay que buscar?». Jesús entonces inicia el último de sus grandes discursos según el evangelio de Mateo.

Habrá «rumores» de guerra y guerras verdaderas, pestilencia, hambres y terremotos. Pero no es el fin, más  bien es el inicio del fin «el principio de los dolores». (24:5-8) Después de esto, «serán entregados (los discípulos de Jesús) y sufrirán por ser cristianos (24:9-12). Entre cristianos habrá traiciones, engaños, hipocresías, búsqueda de poder. Por esta maldad, muchos cristianos desfallecerán y cundirá la apostasía». El «evangelio será predicado en el mundo entero y entonces vendrá el fin» (24:13-14).

El fin es anunciado con señales como esta: «la abominación de asolamiento que vio Daniel y que ocurrirá en el lugar santo», «falsos profetas se levantarán», «habrá mucho sufrimiento», «el Hijo del hombre vendrá de oriente a occidente» (24:15-29). Y la culminación de todo será así: «el sol se obscurecerá, la luna dejará de brillar, las estrellas se vendrán abajo, las huestes celestiales serán conmovidas. De inmediato, la señal del Hijo del hombre será mostrada en el cielo y las naciones, atribuladas, verán llegar al Hijo sobre nubes del cielo. Cuando ocurra esto, los ángeles tocarán una trompeta y llamarán de todas partes a los escogidos» (24:29-31).

Vemos cómo esta profecía está dividida en tres grandes partes: los principios del fin, la gran tribulación y el regreso de Jesús. Cada parte, además con diferentes etapas. Estas etapas están marcadas con el adverbio entonces (eto, en griego). Volvamos a preguntar: si esta escritura se interpreta literalmente, ¿en qué etapa estaríamos?

Continuará…

Dios en el cerebro

Esta nota publicada en Milenio toca un tema fascinante y polémico: ¿por qué creemos? Y yo preguntaría: ¿por qué nos preguntamos «por qué»?

Dios: una red de neuronas

Científicos han encontrado zonas del cerebro vinculadas con la religiosidad
Califican a la fe como una tendencia innata por el propio instinto de sobrevivencia. Expertos dicen que en el lóbulo frontal y en el temporal se sitúan las creencias.

¿Qué le ocurrió a aquel antepasado humano que comenzó a creer en los dioses? ¿Por qué nuestra especie tiene esa tendencia a la fe religiosa? La ciencia, especialmente la neurología, ha entrado de lleno en la búsqueda de respuestas dentro del cerebro, que por el momento son muy complejas.

Más

El Papa y los condones

Dice la BBC que el Papa dijo en al avión que lo llevaba a África: «El problema [del SIDA] no puede ser vencido con la distribución de condones. Sólo aumenta el problema».

La declaración ha ofendido a las buenas conciencias de todo el mundo. Veamos. Si la BBC lo cita literalmente, el Papa dijo una verdad y una falsedad:

  1. ¿Se vence al SIDA con la distribución de condones? No. Eso es un hecho comprobable. Al SIDA no lo vence ningún medicamento moderno. Si vencer significa erradicarlo, no hay por qué escandalizarse de esta declaración papal pues dijo una obviedad. ¿O las buenas conciencias pretenden decirnos que ese pedazo de látex es el remedio contra el SIDA? En todo caso, ayuda a que el VIH no se propague, para que no haya más contagios; pero no para «erradicarlo». Es como decir que el uso de vendas vence las fracturas de huesos.
  2. ¿El condón aumenta el SIDA? No. Ahí está el error. No hay ningún razonamiento, ningún argumento lógico que lleve a esta conclusión. Ahí sí hay una falla de Benedicto XVI. ¿Cómo llegó a esta conclusión? Quizá porque para Él, el VIH sólo se transmite por vía sexual. Pero incluso si pensara así (y entonces está en un error), ¿cómo es que el condón aumenta el SIDA? ¿Acaso nos dice que a más condones más ganas de tener relaciones sexuales con alguien contagiado de SIDA? Y si fuera así ¿su uso aumentaría el número de contagiados? Definitivamente, no hay pies ni cabeza en esta declaración.

Ahora bien, las buenas conciencias que quieren quemar al Papa, ¿por qué se ofenden? ¿Tienen algún dato, una estadística, algo que nos haga pensar que lo que el Obispo de Roma dice es ley en quien lo escucha? Es decir, no lo dijo ex cathedra, no lo dijo como verdad absoluta e incuestionable. Lo dijo en un avión con los siempre caprichosos periodistas. Incluso así, ¿de verdad creen que lo que el Papa dice se cumple? O sea, como él lo dijo, hoy los africanos van a dejar de usar condón y el SIDA va a terminar con el continente. Por favor, qué ganas de mostrar su insoportable corrección política.

El fin del evangelio

Juan 21:24-25

Terminemos. El capítulo veinte concluye con estas palabras: “Y ciertamente muchas otras señales hizo Jesús en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro. Pero éstas se han escrito, para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios; y para que creyendo, tengáis vida en su nombre”. El objetivo de este evangelio se escribe al final: todo esto se ha escrito para creer en que Jesús es verdadero hombre, verdadero Dios y para que, una vez que el ser humano toma el riesgo de creer en Él, se tenga acceso a la vida eterna. Muchas cosas, detalles, contrastes, se han perdido porque el evangelista ha considerado que todo eso sólo distraería de lo primario: Jesús es Cristo. Nosotros, lectores del siglo XXI, más identificados con Tomás que con el discípulo amado, quisiéramos saciar nuestra curiosidad con una biografía de Jesús. Pero esto no es el recuento de la vida de Jesús de Nazareth. No. Es el recuento de lo más importante que hizo y dijo el Verbo encarnado. Búsquense esos detalles en otros lados, porque en el evangelio se va a encontrar… el evangelio.

Sí, la buena noticia de que el Padre se ha hecho hombre, de que ha caminado como uno más y de que los ha rescatado de sus miserias espirituales y emocionales. Porque, como lo dijera frente a Pilato: su reino no es de este mundo. La promesa de la salvación se alcanza en este mundo, pero se ejerce el día final. La misión de un creyente es obedecer a su Maestro para así llegar a ser verdadero hijo. Porque, ya que Jesús es el reflejo de Dios, ya que Él vino a mostrar la mente de su Padre, si uno decide seguirlo, debe saber que ha elegido  el camino del Padre, un Padre que amó tanto al mundo que dio a su Hijo para que no se pierda. Seguir a Jesús es caminar por una vereda estrecha pero iluminada. Claro, uno nunca sabe qué hay después de una curva, pero lo que venga, no tendrá poder sobre aquel que pide y se encomienda al Cristo resucitado.

Las huellas de Jesús también conducen al dolor. Pasan, por fuerza, por el Getsemaní, por el Pretorio, por el Gólgota. Nadie que se diga seguidor de Jesús puede evitar ese camino. Ahí estarán los actuales Anás, los actuales Caifás, los Pilatos; también una familia, un barrio, una sociedad hostil frente al raro, al que parece ir en contra de algo que, al perecer, ha probado su eficacia para sobrellevar una vida en este valle de lágrimas. El cristiano debe saber que su Maestro venció a ese mundo y que, por lo tanto, uno también verá ese triunfo. Es una victoria que alcanza su parte más gloriosa en ese sepulcro vacío, en ese cuarto inundado por el miedo y en el Maestro consolando y afirmando su poder. Jesús ha ganado la legitimidad y tiene el respeto para caer a sus rodillas, como escéptico rendido para decirlo: Señor y Salvador. Porque eso es Jesús: el Señor y el Salvador de sus discípulos. Él es, pues, la verdad, el camino y la vida.

Sin ese sepulcro vacío, sin esas apariciones milagrosas, hoy no existiría el Espíritu Santo. Es esta entidad prometida por Jesús y existente hoy, la que nos hace seguirlo, la que nos conduce por el camino de la verdad. Es Jesús mismo acompañando a sus seguidores. El Espíritu de la verdad, siempre incomprendido, casi siempre el “espantapájaros de la teología”, es la realidad actual de Dios en la vida de aquellos que han decidido seguir a Jesús. Y todo eso gracias a Jesús.

Sí. Cuando se trata de la espiritualidad, las palabras, todas, suelen limitar. Podrían escribirse millones de letras para entender y luego para intentar explicar la mentalidad de Dios traída a los mortales por Jesús. Pero, aunque sea con balbuceos, el cristiano debe atreverse a hacerlo un día. Saldrá fatigado pero feliz. Jesús vive, podemos decir ya. Y terminar como las traducciones clásicas:

Amén. Así sea.

Pedro, ¿lo amas?

Juan 21:15-23

Tres veces pregunta Jesús a Pedro si lo ama. Las mismas que otros evangelistas afirman que Pedro lo negó. Es la restitución plena de Simón, hijo de Juan, como el principal pastor del grupo apostólico. Tres veces donde Jesús le dice: si me amas, sirve, cuida, pastorea a mis ovejas. La incertidumbre de Pedro al principio de la aparición había pasado a la certeza de estar con su Rabí y luego  a la tristeza de escuchar esas preguntas. Termina, sí, con una reprensión, pero convencido de aquello que le transformaría el resto de sus días: Pedro sería el primer dirigente de la primera comunidad cristiana de la historia. Moriría preso, pero su muerte, siendo fiel a las enseñanzas del Maestro, serviría para dar la gloria a Dios.

Ese fue el ministerio de Pedro: ser el pastor de esas primeras ovejas cristianas. ¿Primeras? Preguntará más de uno. No se ve por ningún lado que este pasaje se refiera a más que la autoridad y la misión de Pedro esos primeros años del movimiento cristiano. Es más, quizá lo único que estaba en la mente de Pedro era cómo sobrevivir la persecución de los dirigentes judíos. ¿Jesús se refería en este pasaje al eterno primado de Simón Pedro para todas las generaciones por venir? ¿No era acaso la última ayuda a un hombre ciertamente de gran disposición pero de carácter volátil? Jesús reconoció el gran amor que este pescador le tenía, también sus debilidades y por eso repite tres veces la pregunta. Pedro estaba destinado a ser el primer gran referente de Jesús y su enseñanza, un pescador que transmitiría lo mejor que pudiera, con ayuda del Espíritu Santo, aquello de lo que estaba siendo testigo. Ni más ni menos.

Pero antes, un regaño final. Pedro, el celoso, pregunta por el destino del discípulo amado. La respuesta de Jesús es fulminante: ¿qué te importa? ¡Le pedía que cuidara de las ovejas y ya empieza a competir con otro! Sí. Es una respuesta poco amable para una pregunta poco pertinente. ¿Qué te importa lo que hago con otros? Sígueme. Ahí está el reto para los egos de toda la historia. Seguir a Jesús implica renunciar al yo que celoso y vanidoso. Si Jesús va a hacer grandes obras por medio de otros hombres, ¡a ti qué! ¡Tú sigue a Jesús! Cuando uno dice que sigue a Jesús y no a los hombres debe saber que se está comprometiendo a amar y respetar al otro, a ese compañero para quien el Padre tiene otra misión. Rápidamente, Pedro volvió a escuchar a un Jesús duro. No era para menos, la misión de dar a conocer a su Padre estaba en manos de esos hombres. Debían estar preparados.

En ese pequeño grupo de hombres comunes, nacía la semilla que convertiría a millones, que separaría al pueblo judío del pueblo cristiano y cuyas ramas alcanzan ya nuestros días. Mientras ellos comían, la victoria final de Cristo se concretaba. Él ha vencido al mundo.

Apéndice I

Juan 21:1-14

Debemos decirlo: este capítulo no aparece en algunos manuscritos y su estilo y forma hacen creer que es un agregado de un autor diferente al que veníamos leyendo. Vale la pena aclarar que todo este capítulo apunta a Pedro como principal protagonista. El autor parece decirnos que esa tercera manifestación física de Jesús resucitado tenía como objetivo arreglar un asunto pendiente con Pedro quien, con todo, seguía pasando como aquel que negó a Jesús a pesar de haber prometido su vida antes. Valga esto como una nota aclaratoria y que cada lector saque sus conclusiones.

Ahora nos transportamos al “mar de Tiberias”. Al menos siete apóstoles estaban pescando. Volvían a su profesión. Después de ver todo aquello, después de que Jesús se apareciera, ¡vuelven al agua a pescar! ¿No deberían estar predicando el evangelio, sanando enfermos, huyendo de las autoridades? ¿Por qué se quedaron ahí, como si volvieran a las viejas andadas (a las anteriores a Jesús)? La naturaleza de estos hombres es la más común: buscaban aquello que dominaban y por lo tanto su seguridad.

Era una noche en la que no habían pescado nada. Pero amanece, ven a un hombre que les da una indicación, la obedecen, quizá más como un acto reflejo frente a la sorpresa de esa compañía. Cuando se llena de peces, algo ocurrió en la mente de aquellos pescadores, un flashback lo llamaríamos hoy, un regreso al pasado, una voz familiar: era Jesús. Notemos que Pedro no reparó en ello, pero escuchó a los otros y ahora sí no estaba dispuesto a ser el último. Se lanza al agua para llegar el primero. La escena que vemos se parece más a una reunión de amigos que al reencuentro de los discípulos con su Maestro. Ante los sorprendidos ojos de sus seguidores, el Maestro les prepara el desayuno, como en los viejos tiempos. Salvo que ahora habían pasado por el trauma de la crucifixión y la dicha de la resurrección. Con todo, todavía el autor nos aclara que nadie se atrevió a preguntar quién era. Quizá era una referencia a la duda de Tomás. Ahora sí, todos creyeron.

Tomás el escéptico

Juan 20:24-31

¿No es Tomás la metáfora casi perfecta del hombre escéptico? ¿Quién en su sano juicio podría creer aquello de Jesús resucitado? El resumen más popularizado de este pasaje es “hasta no ver, no creer”. En la dispersión provocada por la ejecución del Mesías, Tomás había ido más lejos de Jerusalén. Además de dudar, Tomás era, por decir lo menos, más precavido. Había huído lejos. Pero quien conoce a Jesús no puede pasar mucho tiempo sin regresar a Él, a sus conocidos, a los antiguos compañeros de correrías. Así que en el reencuentro, Tomás escucha el testimonio de los doce, de la Magdalena y de cuanto lo vio. No lo cree.

¿Lo habríamos creído hoy? No. Mil veces no. Es fecha que Tomás parece el santo de los escépticos, de aquellos para quienes no hay más que esta realidad o al menos una realidad que ellos puedan entender. Abundan dentro y fuera de las religiones. Incluso viendo prodigios, señales, el que duda no tiene más que una seguridad: su propia duda. En la mañana de los domingos escucha los testimonios siempre elocuentes de los conversos y no los cree. Siempre tiene una explicación alterna, otro posible camino para llegar a aquello que le están contando. Se sienta a ver cómo los argumentos pelean entre sí en una batalla que parece inacabable. Cuando una parte empieza a tener ventaja y parece ser la vencedora, la otra surge de sus cenizas y vuelve a humillar a la otra. El eterno retorno. No es fácil creer para aquel acostumbrado a dudar.

Pero Jesús tiene una respuesta en los propios términos a estos dudosos. A Tomás no lo regañó, no lo exhibió como la oveja negra, no lo llevo a juicio por demostrar su duda. Quizá los discípulos ya se habían cansado de decirle cómo había sido la aparición. Un converso desesperado por convencer a otro de su nueva realidad termina casi siempre diciendo: “no sé cómo explicarlo pero sucedió”. Con esa seguridad del que se sabe poseedor de la verdad, la iglesia se vuelve a reunir a la siguiente semana. Veamos cómo Tomás no creía en lo que los discípulos le decían pero esto no implicaba un alejamiento de su comunidad o incluso dejar de recordar y pensar en los buenos tiempos a lado del Maestro. Acaso esas primeras reuniones eran fruto de la espontánea e imperiosa necesidad de explicarse todo aquello. Y sí, ante el escéptico, Jesús vuelve a repetir el método. Shalom Tomás. Y el incrédulo creyó.

No hay forma de saber todo lo que pasó por el cuerpo de ese sencillo hombre, pero sólo atinó a arrodillarse y adorar. Entonces el Cristo resucitado lanza el gran reto, la gran esperanza, la gran misión: creer. Y ahí termina el evangelio…

Jesús aparecido a sus discípulos

Juan 20:19-23

Se puede decir que esta es una de las primeras reuniones de la Iglesia primitiva. Ahí, en el temor, escondiéndose de la persecución, estaban reunidos hombres y mujeres que habían creído en Jesús. Su fe flaqueaba, los eventos de la mañana los tenían en vilo y es probable que la declaración de la Magdalena había sido tomada como propia de una mujer atormentada por la tristeza. ¿Qué era eso de que Jesús estaba vivo? ¿Cómo que había pedido ir a avisarle a los doce? ¿Las palabras extrañas que usaba en sus enseñanzas preveían todo eso? Ese domingo de resurrección, antes del anochecer, sólo era motivo de alegría para la Magdalena, para todos los otros, aquella noche parecía una más de luto. Pero en esa reunión signada por el temor, de pronto se aparece Jesús.

Shalom. La paz sea con ustedes. Era Él. Ahí estaban todavía los signos de la tortura, pero su cuerpo estaba vivo. Vivo. ¿Qué palabras podrían describir lo que aquellos hombres sentían? El evangelista dice: «los discípulos se regocijaron». Sí, había un gozo que era exactamente (o más) que la tristeza de hacía unas cuantas horas. Jesús no había muerto y si lo había hecho ahora estaba de nuevo entre ellos. ¡Qué explicación necesitaban! En ese momento de euforia, los discípulos no entendían más que algo: el Maestro había resucitado, había cumplido su palabra. Jesús, entonces, era el Hijo de Dios, el Mesías, el Ungido. Esa noche, quizá sin tener conciencia clara de aquello, Jesús se estaba convirtiendo ante los ojos de sus seguidores en el Cristo. Jesucristo resucitado los visitaba.

Shalom. Hola, aquí estoy. La familiaridad con la que Jesús literalmente irrumpe en ese cuarto podía incluso chocar con algunas solemnidades modernas. Pero ese saludo trae consigo una misión: vayan y propaguen el evangelio. Y también, por fin, el Espíritu Santo: sopla, envía ese Defensor prometido tres noches antes. La llegada del Espíritu Santo tampoco es para Juan un acto con los prodigios que vio Lucas en los Hechos. Es un sencillo acto donde Cristo sopla y afirma que ahí están recibiendo el Espíritu Santo. En cualquier caso, hay que decirlo: es en la iglesia, entendida esta como la reunión de los que creen en Jesús, donde hace su presencia el Espíritu. No es un acto de misticismo elevado. Quizá todo lo contrario. Esa noche, quizá silenciosa, lo único que había entre los seguidores de Jesús era recuerdos, nostalgia. No hubo ningún tipo de parafernalia o adornos litúrgicos. Así llega Jesús para darles un gran poder y, por tanto, una gran responsabilidad: lo que perdonen, será perdonado. Serían los propagadores del perdón y la redención que sólo es posible en Cristo.

Muchas implicaciones derivan de esas palabras. Mucho estaba ocurriendo ahí y que determinaría el curso de los siguientes dos milenios. Pero eso tan trascendental es transmitido por el Padre en una escena que transpira alegría, sorpresa y sencillez.

Jesús vive

Juan 20:11-18

Pedro y el otro discípulo partieron de ese lugar, quizá con más dudas que antes de llegar, quizá con mayor pesadumbre que antes de que la Magdalena fuera a verlos. Ella no, ella se quedó ahí llorando: al parecer, alguien se había robado el cuerpo de su Rabí. Un verdadero desastre, un cambio de situación brutal; la Magdalena era testigo de primera línea en aquel drama.

Pero no era el fin. Así, «llorando como estaba, se agachó» y no vio el vacío, el sudario cubriendo una roca; no, lo que María vio fue «un par de ángeles», dos seres extraordinarios que le hicieron una sola pregunta: «¿por qué lloras?». Tanto era su tristeza, la impotencia de estar ahí, de pie, frente a un sepulcro vacío, la sorpresa al ver dos seres espirituales, que voltea para otro lado. Y ahí estaba Jesús.

Hay que notar la condición emocional de esta mujer. De apariciones ya estaba bien, ella quería a Jesús. Sus lágrimas, su pesar no lo dejaba ver el prodigio que estaba pasando ahí. También sus oídos estaban bloqueados. Entonces, el Maestro exclama su nombre. Ella reacciona, reconoce su voz y, en un instante, las lágrimas de dolor, la insoportable soledad, desapareció. Rabí, Maestro, es la confesión de esta mujer (sí, mujer), la primer testigo de la resurrección de Jesús, cuyas palabras, a su vez y por si quedara duda, volvían a ser un recordatorio de su origen: iba a reunirse con el Padre y Dios suyo y nuestro, estaba vivo, no de manera figurada, retórica. No. Había vencido la muerte.

El sepulcro vació no era la victoria final del príncipe de este mundo; no era el símbolo del fracaso de ese hijo de carpintero y su banda de seguidores. La roca movida, las vendas que no envolvían los restos mortales del Rabí, todo eso más María de Magdala exclamando su sorpresa, con deseos de aprehender a su amado Maestro y luego su segunda carrera para avisar a los abatidos apóstoles, aquello era la escena más representativa de la victoria de Cristo, la profecía cumplida, la derrota de lo carnal, de la muerte.

Cristo vive y María de Magdalena y nadie más fue la primera en verlo, en sorprenderse, en gritarlo al mundo.

El sepulcro vacío

Juan 20:1-9

Domingo por la mañana, de madrugada, la Magdalena va al sepulcro a continuar con los ritos funerarios detenidos por ese sábado del que en este evangno se habla mucho. Un sábado perdido en este evangelio. El primer día completo sin su Maestro. Quizá todavía con lágrimas en los ojos esta mujer (por lo demás enigmática), llega a la tumba y ve que la piedra está movida. A la tristeza y el trastorno emocional de ver a su Rabí siendo asesinado, ahora habría que sumar la angustia y el miedo de una presunta exhumación clandestina. En lugar de ir a averiguar, corre a ver a Pedro y «al otro discípulo» quienes ahora corren de regreso. María iba detrás de ellos.

¿Qué habrá sentido Pedro en esa carrera loca hacia el sepulcro? Ese domingo se cumplían tres días desde que el gallo diera la señal fatal de su traición. Había dejado solo a su Señor luego de haberle prometido su vida misma. Mientras Jesús era abofeteado, Pedro se calentaba en aquella noche oscura, previa a la Pascua, cuando ese gallo cantó, la Roca se había convertido en arena. Tres días de huídas, de correr, de querer olvidarse de toda esa aventura que lo tenía al borde del colapso. Pero todavía ahí, el otro discípulo llega primero al sepulcro pero no se atrevió a bajar. Pedro no iba a dudar: al entrar ve las vendas y el sudario acomodado en otro lado. No sabían qué estaba ocurriendo, pero ambos creyeron… a la Magdalena. Por eso el autor nos ayuda: «no habían entendido la Escritura».

¿Quién ahí? Nadie. Lo que hoy llamamos cristianismo se estaba forjando en medio de hombres y mujeres confundidos por los sucesos de los últimos días. Las polvosas calles de la ciudad santa, imperturbables, eran espectadoras mudas del nacimiento de un movimiento religioso que partiría la historia del mundo en dos. Pero en el momento de la carrera, de la llegada presurosa, sudorosa, no había más que un gran signo de interrogación. Ni Pedro, ni «el otro discípulo», ni la Magdalena sabían lo que ocurría. Ellos entraron y no vieron el cuerpo del Maestro. A la infamia de la crucifixión, ¿habría que añadir la bajeza de robar su cuerpo? No. Algo grande, espectacular, cósmico estaba ocurriendo.

Los que que habían sembrado con lágrimas cosecharían con gritos de alegría.

Jesús sepultado

Juan 19:38-42

José de Arimatea y Nicodemo: dos líderes religiosos ya convertidos a la causa de Jesús. Dos hombres que sentían el mismo miedo de todos aquellos que siguieron al Maestro. No era un miedo infundado sino basado en las serias amenazas que la Junta Suprema había lanzado al Galileo. Con todo y su miedo, van a rogar a Pilato que entregue el cuerpo sin vida de Jesús para darle sepultura. Las costumbres están arraigadas en lo más profundo del ser humano. Estos dos, con todo y haber seguido a Jesús, hicieron los preparativos que demandaba la religión, lo bajaron de la cruz, lo ungieron con especias y corrieron al primer sepulcro disponible antes de que cayera sobre ellos alguna pena por violar el Sabath.

No. A los ojos de ese par de seguidores del Maestro, la enseñanza que habían abrazado no sólo no contradecía ninguna de las cláusulas de la Ley de Moisés sino que le daba su verdadero significado. Jesús había venido a revalorar, a desempolvar la antigua religión y ellos, al fin piadosos, estaban interesado en todo aquello. No levantemos nuestras plumas contra estos dos hombres entrados en años. Seguramente, a pesar del miedo, consideraron que en algún momento su posición en el Sanedrín podría de servir de algo a la causa. Así que el miedo podría ser de utilidad. Y, por lo que leemos, Jesús no recriminó a ninguno de ellos ese miedo ante los judíos. No lo podía hacer porque sabía que todos a su alrededor sentían lo mismo. Cuando critiquemos a los que creen pero en secreto, recordemos que ellos estaban también en la mente del Maestro en su última oración.

Pero, más allá de los detalles en el relato, vale la pena volver al punto importante. Estos son los primeros minutos después del gran cataclismo que significó la muerte de Jesús en un grupo pequeño pero significativo. Todavía seguían cerca de Jerusalén, escondidos. Las mujeres y el discípulo amado de Jesús seguían muy cerca del cadáver, José de Arimatea y Nicodemos fueron los únicos seguidores que dieron la cara por Jesús, sí, quizá camuflajeados, pero al fin reclamando los despojos del Maestro. La desgracia, con todo y los bemoles que significó el juicio de Jesús, estaba consumada. Ahora sólo quedaba la tristeza, las lágrimas, la impotencia, los remordimientos en medio de aquellos que 24 horas antes departían con su Rabí. De una cena solemne, los seguidores pasaron a un frío sepulcro, cerca del Gólgota.

Las tinieblas eran más espesas que nunca. La luz parecía haber perecido en ese madero. La roca en el sepulcro y José y Nicodemo llorando son de las escenas más dramáticas en la historia del cristianismo.