Juan 19:17-27
El Gólgota, el lugar de la Calavera, donde los criminales de la provincia de Palestina, en el último rincón del Imperio, un cerro a la salida de Jerusalén, ahí se consumaría la injusticia. Anás lo había dicho con total claridad: «más vale que muera uno a que toda una nación se condene». Impecable y pragmático pensamiento, sólo que esta no era la situación exacta. La proclamación de Jesús no tenía tintes políticos. No quería poderes terrenales. Por eso Pilato lo encuentra inocente. El miedo del Sanedrín tenía orígenes morales y sociales pero no políticos. Pero eso era lo de menos: tenían que eliminar esa amenaza ante cualquier costo.
La broma macabra final: «Jesús de Nazareth, Rey de los judíos», en versión trilingüe. Cuando los líderes que habían provocado todo ese espectáculo se dan cuenta, Pilato ya estaba instalado de nuevo en su papel de delegado romano todopoderoso. La explicación de los sacerdotes sale sobrando: se queda así porque lo digo yo. El complot contra Jesús queda así, casi perfecto porque, en el Gólgota, colgado de esa cruz, se podía leer (los que sabían) que su delito había sido el proclamarse «Rey de los judíos». Quien lo hubiera escuchado, sin embargo, sabía que Jesús jamás se había proclamado rey. Su delito había sido llamarse Hijo de Dios… algo más, mucho más que ser «Rey de los judíos». Para la mentalidad romana no había diferencia porque no había un sólo Dios universal. Esos soldados jugando al pie de la cruz, rifando las «pertenencias» de un condenado, tampoco vieron sus acciones como el cumplimiento de la profecía. ¿Quién en ese momento pensaba en cumplimiento de profecías? Era más importante preservar la capa de una sola pieza del Rabí judío que escudriñar en los textos sagrados de esos súbditos rijosos.
De los doce que lo habían seguido, de las multitudes que lo habían ido a buscar para que los sanara, les diera de comer, ¿quiénes quedaban? Mujeres. Valientes mujeres. Más el discípulo amado. Aún agonizando, Jesús tiene unas últimas palabras para su madre. Un último encargo: cuídense como familia. Los últimos minutos de vida y Jesús pensando en lo que iba a dejar en la tierra. María Magdalena, María de Cleofás, María de José, su tía y el joven discípulo. Ninguno parece protagonista en alguna parte del evangelio. Todos los que habían apareci
do antes se han esfumado; presas de la angustia, del miedo o de la vil traición, los seguidores que habían prometido su vida para defender al Maestro lo han dejado solo.
El evangelista y Jesús saben del valor de las mujeres. No son de adorno, no son para labores domésticas. Ellas son las únicas que, sin importar reglas sociales, están en la primera línea en esos momentos terribles. A diferencia de los que siguieron a Jesús en la bonanza, estas creyentes demuestran su integridad y congruencia. Seguir a Jesús no sólo implica sentir bonito sino también acompañarlo al Gólgota. Parece increíble cómo ese respeto, ese reconocimiento de su relevancia moral en el movimiento de Jesús se fue convirtiendo en actitudes de sojuzgamiento masculino. ¿Cómo ocurrió ese cambio? ¿Cómo los creyentes han enviado a las últimas filas a aquellas que estuvieron al frente en esa Jerusalén hostil? ¿Dónde quedó el lugar primordial que el Maestro les dio? Ellas no querían ser recordadas por la posterirad. Lo que querían es que aquello no estuviera ocurriendo, que su hijo, su sobrino, su Maestro no pasara por ese trauma. Dejaron todo, arriesgaron mucho, para estar ahí, viendo a los soldados destruir la ropa, el cuerpo, la dignidad del Rabí.
Llegar a la cruz significa también reconocer dónde ha puesto el cristianismo a cada quien en su lugar. El Maestro moría mientras sus discípulos buscaban un escondite, los líderes judíos se enojaban por el letrero, los soldados rifaban su capa y las mujeres sufrían al pie de la cruz.