Complicidad

y al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado (Santiago 4:17)

Hubo un tiempo, y quizá continúa pero a más baja intensidad, cuando me criticaban por las críticas que hacía a la institución religiosa a la que pertenecí. Me decían que quién me creía yo para tratar así al grupo que me había dado todo lo que espiritualmente vale la pena. Según estos críticos, yo le debía todo a esa institución. Tenía, entonces, que ser agradecido; tenía que ver a Dios y no a los hombres. Por cierto, que la abrumadora mayoría conocía y entendía los abusos que esos líderes habían cometido (o que seguían cometiendo). Para estos hermanos de buen corazón, lo que yo hacía (lo que sigo haciendo) sólo reflejaba mi amargura, rencor, frustración y, en suma, mi apostasía. Calla y deja que Dios obre justicia (o gracia, según el hermano en turno) con esos líderes.

Pero no he hecho caso. Prefiero esas críticas e incomprensiones, que no obedecer a mi Señor. No quiero, no es mi llamado, “sacar” a los hermanos de esas sectas abusivas. Ya tienen un salvador y se llama Jesucristo. Pero pobre de mí si, amparado en la comodidad de la frase “Dios juzgará” no prevengo a otros de lo peligroso que es estar ahí. Imagine que yo sé que en la esquina de mi calle hay un ladrón violento. Además de denunciarlo con la policía (y sabemos que muchas veces la policía no hace nada), mi deber es prevenir a las personas que pasen por ahí. ¿Cómo voy a dejar que mi hermana, mi amigo, mi compañero pase por esa esquina sin que yo le diga “cuidado con el ladrón”? ¿No es complicidad mía? Pero eso es justamente lo que me piden aquellos que exigen mi “prudencia”. Que deje que una decena sean asaltados y que, ya escarmentados, alguien haga algo.

No y no. En México hay un refrán que ilustra este silencio cómplice: “tanto peca el que agarra la pata como el que mata a la vaca”. Y, lamentablemente, muchos cristianos que adoran más a su institución que a Dios, caen en eso. Es cierto, por lo demás, que el Padre del cielo no deja solos a los hijos que lo buscan. Es cierto que muchos pasarán por la esquina justo cuando el ladrón no esté. Son los que me dirán: “yo no vi a nadie, no me asaltaron”. Tienen razón: pero no me diga que es una regla general. Por eso no saldrá de mi boca la frase “sálgase de su iglesia y venga a la mía (o a cualquier otra)”, pero no malgaste su tiempo al pedirme que no le diga que su iglesia en realidad es una secta que está abusando de usted. Viva su experiencia. No le voy a decir: “se lo dije”.

Discipulado

Les dijo: Venid y ved. Fueron, y vieron donde moraba… (Juan 1:39)

Vemos aquí al Maestro y a sus primeros discípulos. Si quiere, usted le puede llamar a esta dinámica «discipulado». Pero no se confunda. Esto que vemos aquí no se parece a lo que usted quizá haya visto. No hay un discipulado impuesto a la fuerza. No hay un tiempo reservado para hablar de los pecados de los discípulos. No son dos horas de enseñar «doctrina». Lo que vemos aquí es a un Maestro que les está enseñado a vivir en su propia casa. Para ser un verdadero discípulo, usted debe ir a vivir con su maestro. Jesús no enseñó la «sana doctrina», el Maestro tenía el tiempo encima y su enseñanza fue las 24 horas. Ellos lo vieron en la intimidad. No era un terapeuta, un consejero al que consultaban sólo para salir adelante de un problema. Lejos de eso, la convivencia cotidiana con el Maestro era parte de su entrenamiento. El cristiano hoy no consulta al Maestro para todo. Es más, ni siquiera es claro que sea su Maestro. Como que Jesús está muy allá. Mejor vamos con los técnicos profesionales en el alma: los líderes religiosos. El resultado de esto es lamentable: el cristiano busca más a sus discipuladores que a Dios, le hace caso a ellos y así se evita el trámite de tener una responsabilidad personal de sus decisiones. Si algo sale mal, la culpa es del discipulador. Si algo sale bien es gracias a su obediencia al consejo humano. ¿Cuándo dejamos a Dios arrumbado en su cielo? Cuando ese cielo está muy lejos. Ningún líder religioso que ponga el cielo en el más allá vale la pena que lo escuche. Cualquiera que no me enseña a ser libre para caminar con Dios es en realidad más cercano al demonio que al Señor. Y cualquiera que se apropia del monopolio de la «sana doctrina» y que llama «rebelde» al que piensa diferente, se parece más al Satanás («con que Dios te ha dicho») que a Jesús («está escrito»). Si su discipulado no está encaminado a ser un ser espiritual y más bien lo oprime en reglas religiosas, no se haga, usted sabe que es hora de dejarlo para ir con la fuente misma de todo eso que ningún hombre puede dar. Mire a Dios. Él sí lo entiende.

EL Rey David

Miremos el inicio del evangelio:

El libro de la generación de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham (Mateo 1:1)

Y ahora veamos el último capítulo:

Yo Jesús he enviado mi ángel para daros testimonio de estas cosas en las iglesias. Yo soy la raíz y el linaje de David, la estrella resplandeciente de la mañana (Apocalipsis 22:16)

¿Quién es este David? ¿Por qué es tan importante que el evangelio prácticamente abre y cierra con su nombre? ¿Por qué Jesús basa parte de su legitimidad en ser descendiente de este hombre? El rey David, su escudo es el símbolo del judaísmo (y del estado moderno de Israel). Visto desde el punto de vista actual (un vicio muy frecuente al momento de hacer análisis), David es un guerrero salvaje, sanguinario, bárbaro. Un día regresa con los prepucios de cien hombres (1 Samuel 18:27). Otro día traiciona la confianza de un rey que lo estaba protegiendo (1 Samuel 29). Parece que le pide a una mujer que mienta para que pueda huir (1 Samuel 21). Se acuesta con una mujer casada, manda a matar a su marido y el niño muere (2 Samuel 11). Es un desastre como padre: sus hijos se acuestan con hermanastras, se asesinan entre ellos y conspiran contra su padre. El heredero al trono, Salomón, termina prácticamente siendo un idólatra más, sacrificando niños y teniendo cientos de mujeres. Una gran parte de su vida la pasa huyendo de enemigos que vienen de su propia familia. En fin, que bajo cualquier principio más o menos “decente”, más o menos religioso, el rey David es, a lo mucho, un hombre interesante de donde proviene el mesías cristiano. Si uno entra a cualquier iglesia institucional, luego de Jesús, quizá el personaje más admirado sea Pablo. Pocos dirán: “oh sí, yo quiero ser como David”. Quizá sólo digan: “tener el valor de David”; o “la inspiración musical-artística de David”. Y sin embargo, de este hombre se dice algo que de ningún otro. Ni Moisés, ni Elías, ni ningún profeta o rey puede decir lo que se dice de David: es un hombre conforme al corazón de Dios. Además de la tara cultural al evaluarlo, ¿no será que tenemos un lente inadecuado para juzgar lo que Dios juzga como “conforme a su corazón”? Somos rápidos en juzgar a los malos, quedarnos con los buenos y seguir la vida. Acaso sea justo esos patrones mentales los que nos impiden tener una comunión íntima con Dios. Y acaso ese hombre llamado David tenga algo que decirnos.

Cumpleaños

Cuando era más joven me preguntaba por qué nos felicitamos cuando cumplimos años. Pensaba que ni siquiera tenemos muy claro cuándo nosotros somos los que somos. Quizá fuera más conveniente festejar el día que las células paternas y maternas se unían, nueve meses antes de ver la luz de este planeta. Otra respuesta, más bien de teoría de la conspiración, era que en realidad el cumpleaños era un rito velado a las deidades del sol. Al fin y al cabo, nuestros calendarios son solares y cuando cumplimos un año hemos dado una vuelta completa al sol. Como fuera, ¿por qué nos decimos “feliz cumpleaños”? Todavía no sé si existe una respuesta clara y contundente. Pero suelo pensar que los cumpleaños en realidad son celebraciones a la vida. El abrazo sincero, las palabras, las fiestas de cumpleaños sirven para gritar a los cuatro vientos: ¡qué bueno que estás vivo! Ese día una mujer sufría para que yo naciera. Ese día un hombre esperaba paciente pero ansiosamente la llegada de lo que él había ayudado a crear. Es un día en que recordamos que la anatomía completa parece conspirar sospechosamente contra la muerte: los órganos femeninos parecen misteriosamente acomodados para guardar vida. El nacimiento y su recordatorio anual es, entonces, un canto de victoria a la muerte.

Pero el cumpleaños es también, idealmente, un recordatorio que los demás nos dan de algo que, con la cotidianidad, se nos olvida: ¡qué maravilla estar cerca de ti! ¡Es grandioso tenerte como hermano, hijo, pariente, amigo, compañero, camarada! Sólo podemos tener amigos en la vida. Nos abrazamos porque el amor tiene una fuerza de atracción poderosa. Las personas que se quieren, quieren estar cerca. Al abrazar al cumpleañero le ganamos, aunque sea por 24 horas, al reino del mal y la oscuridad. El cumpleaños es también la fiesta que tenemos porque queremos a otra persona.

Y también es, qué remedio, el recordatorio anual de que el tiempo pasa, de que nos vamos haciendo viejos, de que la tumba nos espera pacientemente. Aquí es donde la creencia juega un papel fundamental: el cristiano cree que la muerte no es más que un estado intermedio antes de habitar eternamente a su Dios. De hecho, el cristiano dice que “se va a dormir” y que cuando despierte, lo primero que verá es al Maestro.

Por mi parte, he descubierto que me encanta el día de cumpleaños. Celebro a la vida. Celebro a mis amigos y conocidos. Espero con ansia dar una vuelta más, a ver qué más pasa. Y sí, también digo con Pablo:

¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? (1 Corintios 5:55)

Sierva del Señor

He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra (Lucas 1:38)

La virgen María. A juzgar por los usos y costumbres de la época, María pudo tener entre trece y dieciséis años cuando un ángel se le apareció. Prácticamente una niña. Estaba ya prometida con José pero todavía no ocurría la ceremonia de matrimonio. María no “había conocido hombre”; es decir, no había tenido relaciones sexuales. La madre del Maestro no era más que otra niña judía que vivía en el Israel conquistado por Roma. En una ciudad de Galilea, el ángel Gabriel se le aparece con la gran noticia: “Dios te va a embarazar”. Así, sin más. No era una niña que ignorara los temas sexuales porque de hecho ya estaba a punto de ir a vivir con su prometido. Sabía que una implicación de eso era ser lapidada por no llegar virgen al matrimonio. Pocas veces nos fijamos en el drama de María. Esa niña podría haber tomado ese anuncio como la condena a ser repudiada por José y por la sociedad completa. ¿Pudo haber dicho que no? Sí. María pudo hacer un cálculo costo beneficio muy sencillo y haber concluido que no, que lo suyo no era eso, que prefería una vida sencilla, junto al carpintero y buen hombre llamado José. “Nada de lo que Dios dice es imposible” responde el ángel a una María que lanza la pregunta más básica y sencilla que uno puede imaginar: “¿cómo será esto posible?”. Paremos un momento y pensemos si la pregunta que tenía que hacer era esa. Quizá hoy alguien preguntaría “¿por qué yo?”. Pero no María. Ella está sorprendida por un saludo inusual de un ser inusual. Tiene dudas sobre cómo será embarazada sin conocer hombre. Pero no tiene duda de que todo eso se le presenta a ella. ¿Por qué el Maestro nació de María? La respuesta parece simple en su formulación pero no en su práctica: porque María creyó. Ella tenía la certeza de que eso podía pasar, que era real, que si un ángel se le presentaba en su casa de Nazareth, todo lo demás también era posible. ¿Enseñamos a los más pequeños a creer? ¿Sabemos qué es creer? No parece. Incluso entre la comunidad cristiana hay confusión en aquello de creer. Estoy seguro que si una adolescente hoy le platica eso a sus padres, éstos la mandan ipso facto a un psiquiatra para tratar esos síntomas de locura. En cambio, María termina la conversación con una frase demoledora para el espíritu de los tiempos que hoy corren: “Soy una sierva, hágase como tú dices”.

¿A Dios le gusta ver morir a sus santos?

Mucho le cuesta al Señor ver morir a los que lo aman (Salmo 116:15)

Este es uno de los versículos que ejemplifica con dramatismo la importancia de conocer las tradiciones detrás de las traducciones de la Biblia. En la versión Reina Valera, el salmo se lee: «Estimada es a los ojos de Jehová la muerte de sus santos». De ahí se podría concluir sin problema que a Jehová le gusta ver morir a sus santos. No me extraña, entonces, escuchar el consuelo que algunos predicadores dan a los dolientes en un velorio: «no llore, Jehová tiene un colaborador más en el cielo». Si el difunto es un bebé, se le añade una característica angelical: «un angelito está con Dios». Pero nada de eso dice la Escritura. Ni que los niños vuelvan en forma de ángeles ni que Jehová se agrade de ver morir a sus siervos. De hecho, como traduce esta versión, a Dios le cuesta mucho ver morir a los que le aman. Dios no necesita colaboradores en el cielo, ¡los necesita en este mundo! La muerte es considerada como un enemigo, el último a vencer. De hecho, el sufrimiento y la muerte entraron al mundo por culpa de Satanás. En el plan original no estaba contemplado eso. Por eso Jesús es el redentor, el único que hace nuevas todas las cosas y nos promete la resurrección y la eternidad. Nuestro paso por este mundo tiene sus propia razón de ser, pero un día iremos a dormir para esperar el regreso de Cristo (maran athá!) cuando nos reunamos con Él. Los que tengan su nombre escrito en el libro de la vida vivirán también eternamente. ¿Es mucho pedir que el consuelo entre cristianos no pase por decir palabras bonitas pero sin sustento bíblico? He estado frente a ataúdes. Sé lo absurdo y sin sentido que es explicar palabras en griego, arameo o hebreo. Es tonto querer dar doctrina en el funeral. Pero tampoco voy a decir algo que es francamente un contrasentido. El consuelo que puedo dar a mis hermanos es decir que este es apenas un momento en la eternidad, que un día los santos van a resucitar y que ese día no habrá ni llanto ni dolor porque Dios estará en medio de todo. Aunque acaso lo mejor que pueda hacer es esto: llorar con ellos, abrazarlos y callar. Que Dios consuele a quienes sufren y que yo sea un instrumento útil para eso.

Dinero

porque raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores (1 Timoteo 6:10)

Si algo están dispuesto a negar los que viven de la fe es su amor al dinero. No lo dirán así y siempre tienen un buen pretexto para justificar su sueldo mensual. Una pregunta que me hacen una y otra vez es si yo quiero que los líderes religiosos sean pobres. No. Ni siquiera digo que el líder cristiano no deba tener un ingreso por lo que hace. Lo que digo es que cuando el líder cristiano depende de su iglesia, es decir, de su grupo, su dependencia no está puesta en Dios sino en ese grupo. El cristianismo según el modo estadunidense considera al pastor como un CEO, un director ejecutivo de la empresa llamada iglesia s.a. de c.v. Y como trabajador de una empresa, merece un sueldo digno. Es curioso cómo algunos anuncios de solicitud de pastores piden como requisito “que crea en lo que esta iglesia cree”. Parece una exageración, pero no lo es. Entiéndase esto de una vez: si eres trabajador de una empresa debes comerte completo su credo, cultura, prácticas, ideales… o renunciar. Cuando uno es joven, cuando no tiene más responsabilidades que su propia vida, puede darse ese lujo: “renuncio, quédense con su iglesia”. Pero cuando ya tienes 20 años ahí, con 50 años y tres hijos, ya no es lo mismo. ¿Y aquello de que Dios proveerá? Si somos siervos, ¿no nos dará el Señor nuestro “sueldo”? ¿Le voy a creer a Dios o a la seguridad que me da un contrato laboral? He ahí la tragedia de muchos supuestos siervos de Dios. En privado tienen toda la actitud rebelde, crítica hacia el sistema, incluso de franco desacuerdo. He escuchado a muchos líderes que semana tras semana predican las doctrinas que de noche, en lo más privado, niegan y dudan. Creen que pueden vivir sin ese sueldo. Pero no es así. No necesitan que ningún superior (un consejo, otro líder) les amenace con despedirlos. Es la simple constatación de una cosa: si se van, no saben hacer nada más que hablar en un púlpito. Algunos buscarán trabajos que se parezcan. Otros empiezan a planear el día en que renuncien capacitándose en otras cosas. Los más exitosos en el mundo serán los más fracasados en su iglesia. Tarde o temprano entrarán en tensión. Y ante la opción de elegir, eligen la que les de más dinero. ¿Quién es el verdadero Señor de los líderes?

El buen religioso

¿Es lícito sanar en el día de reposo? (Mateo 12:10)

El Maestro fue criticado por sus faltas a la religión. La elite religiosa pone por encima de una necesidad básica, la regla religiosa. ¿Tiene hambre en sábado? Muy mal: debe «descansar»; debe cumplir con «la ley». Jesús pregunta si sanar, si hacer el bien en el día de reposo estaba mal. La respuesta era evidente: para la religión sí. Me encantaría ponerme del lado del Maestro, pero me descubro como el fariseo religioso. «¿Es lícito pasar un tiempo en domingo a las 11 con mi familia?». Mi respuesta era automática: ¡no! Mil veces no. Primero el reino, primero tus obligaciones con Dios y con tu verdadera familia, que es la que verás en tu reunión del domingo. No, definitivamente no era lícito sanar en el Shabat, Jesús. Si lo hacen una vez, les será sencillo hacerlo muchas veces. Yo solía presumir que en cinco años no había faltado ningún domingo a mi reunión. Y recuerdo gritar «¡amén!» cuando el predicador decía «jamás aconsejaré a nadie faltar a la reunión por ningún motivo». No, Jesús, primero debo reunirme en tu iglesia y luego todo lo demás. Alguna vez que no pude ir el domingo a la reunión me sentí con remordimientos, incluso cuando no estaba haciendo nada «malo». Mi mente me decía que sí, que lo malo estaba en no «alabar a Dios», en no dar la ofrenda, en no estar ahí. ¡Que ridículo se me hace todo eso ahora! ¡Cuánta comodidad moral, ética y espiritual en esa dependencia enfermiza a mi «iglesia»! Me convertí en un gran hombre religioso y un incompetente ser espiritual. Tuve que releer el texto bíblico una y otra vez. Tuve que replantearme viejos paradigmas. Y tuve que preguntar a Dios dónde estaba mi error. Mi error estaba en confundir mi religión con Dios, en confundir al Maestro con los líderes, y a la espiritualidad con las reglas religiosas. Me ha costado mucho salir de ese círculo vicioso. En el camino me he encontrado a hermanos que no sólo hablan de libertad sino que la viven. Al principio me preguntaba: ¿cómo pueden faltar a sus deberes religiosos y transmitir tanta paz? Ellos me preguntaban: ¿cómo puedes ser tan cumplidor y estar tan ansioso, angustiado y lleno de culpas? Es que la adoración no es ir a cantar en una reunión. Tampoco es ir a evangelizar a los cristianos. Es vivir sumergido en el Espíritu y compartir con otros la alegría de que Dios quiere hablarte. Con timidez, pero hoy puedo responder al Maestro: sí es lícito sanar en Shabat.

“Él irá creciendo y yo disminuyendo”

Él ha de ir aumentando en importancia, y yo disminuyendo (Juan 3:30)

Juan el Bautizador es uno de los personajes que más me ha intrigado de todos los posibles en la Biblia. Lleno del Espíritu desde antes de nacer, es quizá el primero en sorprenderse al sentir cerca a Jesús (Lucas 1:41). De predicación severa y de costumbres frugales, Juan gozaba de tal reputación que más de uno de sus contemporáneos pensaba que era el Mesías. Aunque su discurso era muy duro en contra la religiosidad de su tiempo, los religiosos más recalcitrantes lo buscaban. Los siempre curiosos soldados romanos (y supersticiosos, diríamos hoy) también lo visitaban. Era un predicador notable que utilizaba el agua del río Jordán para llevar a cabo ritos de purificación (por cierto, muy usuales en el oriente). Con todo esta popularidad sabía que él no era “el que había de venir”: “Yo a la verdad los bautizo en agua para arrepentimiento; pero el que viene tras mí, cuyo calzado yo no soy digno de llevar, es más poderoso que yo; él los bautizará en Espíritu Santo y fuego (Mateo 3:10)”. Al parecer, poco tiempo después, ve venir a su primo, y la Escritura tiene uno de esos silencios sumamente ruidosos: ¿qué sintió? ¿Ya sabía que Jesús era el Mesías prometido? ¿Cómo lo supo? ¿Se lo dijo Dios? ¿Cómo se lo habrá dicho? Sólo podemos imaginar al severo predicador mirar a Jesús. Venía directo a Él, quizá en la fila de los que bautizaría, quizá ya desnudo, y entonces, Juan pregunta quizá con una angustia tremenda: “Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? (Mateo 3:14)”. Jesús lo convence (“deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia”) y es bautizado. Después, Juan sólo vuelve a aparecer cuando lo apresan y cuando manda a preguntar si Jesús era o no el Mesías. Un momento de duda. El gran profeta (¿de Cristo?), el que preparó el camino, dudó. Y no volvemos a saber nada de Él. El evangelio de Juan nos regala una estampa de Juan bellísima. Ante los aparentes de celos de sus seguidores, porque Jesús y los suyos iban teniendo cada vez más y más seguidores, el profeta del desierto hace una afirmación que recoge un solo versículo. No es tan famosa porque hoy se nos enseña a sobresalir, a echarle ganas, a ser mejores. Pero Juan dice, “yo debo menguar y Él crecer”. Decimos amén con Él y esperamos verlo el día de la resurrección de los santos.

La reunión cristiana

Parece que el famoso pasaje de Hebreos 10:25, tiene otra traducción y se parece a esta:

“No olviden que un día se van a reunir con Cristo, como algunos hacen [olvidarse de ese día], sino que anímense los unos a los otros porque ese día [el encuentro con el Señor] ya viene”.

De cualquier manera, el texto enfatiza un hecho: el cristiano solo, sólo existe en la mente egoísta de algunos. Vamos a dejar como “no dejando de congregarnos”. ¿Establece la Escritura un patrón claro de periodicidad? ¿Cada cuánto nos debemos congregar? ¿Cómo deben ser estas reuniones? ¿Qué pasa si uno falta a una (o a dos o a tres) de esas reuniones? Hay quien dice que ahí donde la Biblia calla, nosotros, los lectores, podemos hablar. Así que si bien no lo dice, tampoco lo prohíbe. Si así lo hemos hecho desde siempre, ¿para qué cambiarlo? De esta manera, el cristiano piensa en “congregarse” como ir a un templo a hacer cosas ya establecidas desde siempre: escuchar o cantar himnos, escuchar la oración de algún hermano, escuchar un sermón, escuchar los anuncios, dar su cuota de tiempo y de dinero, dar un aventón a algún hermano, llegar a casa, ver la tele, orar, dormir… Es cierto que este tipo de reuniones pueden ser (y de hecho lo son), de mucha ayuda para los más jóvenes, para quien inicia y apenas sabe abrir una Biblia. También es muy cómodo para el que quiere enseñar: lo hace en grupo y se evita el engorroso trámite de hacerlo uno a uno, ya no repite información, abarca a más personas y, en general, “cuida” al rebaño. Pero si es cierto que la iglesia es una familia, ¿cuánto tiempo se necesita para que el cristiano se de cuenta de que ese tipo de eventos empieza por aburrirlo y terminan por enfriar su comunión tanto entre hermanos como con el mismo Dios? En algunos caso son años. Encontrarse de pronto con que algo en esa reunión no está bien provoca problemas internos en el creyente. Piensa que el culpable es él, que el malagradecido es él, que el soberbio es él. De nuevo, como en otras ocasiones, ese día el cristiano deberá tomar una decisión: o se queda con ese formato de reunión, o busca activamente en Dios renovar la grandiosa, vital y dinámica reunión entre creyentes. Doy fe que la segunda opción es asombrosamente útil, necesaria y vital. Ahí se respira vida. Inténtelo, le va a gustar.

Donde está tu tesoro está tu corazón

Porque donde esté su tesoro, allí estará también su corazón (Mateo 6:21)

Para el pensamiento hebreo, “corazón” es el centro mismo del pensamiento. No es donde están los sentimientos ni los estados de ánimo, para eso está el estómago, las vísceras, los riñones, pero en el corazón residen los pensamientos más profundos de una persona. Ahí están las certezas, las creencias, la seguridad de lo que uno hace, quiere y, al final, lo que uno es. Por otro lado, está el tesoro. Un tesoro constituye una riqueza, seguridad no sólo en el presente sino en el futuro. Un tesoro tiene una importancia increíblemente grande y, típicamente, está bien guardado. Aunque es valioso por sí mismo, el tesoro tiene la cualidad de poder ser cambiado por otras cosas: prosperidad, viajes, satisfacciones personales. El Maestro nos está diciendo que nuestros pensamientos y nuestros tesoros están íntimamente ligados. El examen para saber cuáles son mis tesoros es muy sencillo; sólo hay que preguntar esto: ¿en qué cosa es en la que más pienso en el día? ¿Por qué hago lo que hago? Mientras que para algunos son “los placeres” del mundo, fácilmente criticables por los cristianos de la vela perpetua; hay otros tesoros igualmente mundanos pero políticamente correctos, incluso motivados por ¡cristianos piadosos! Puede ser, por ejemplo, en las ganas de “tener un nombre”, en esas cosas que dan prestigio, que hacen sentir a uno importante. Ya se sabe: la trascendencia, la fama intelectual, el reconocimiento. Es mi caso y he tenido que entablar una dura lucha contra eso. Mientras mi tesoro no sea única y exclusivamente mi Señor, mi Salvador, ni siquiera voy a valorar los “lingotes de oro” que, de hecho, ya me está dando ahora mismo. Y no me puedo confundir en medio de las actividades religiosas que pueda tener. Incluso el mejor de los sermones, el que de más bendición a mis hermanos, pudo tener un origen egoísta: recibir el aplauso generoso de mis hermanos. Si realmente quiero crecer en las ligas espirituales, debo salir de las ligas mundanas. Hasta que no ocurra eso, mi mente, mi corazón, seguirá vagando en medio de planes y objetivos más o menos mundanos, más o menos piadosos. Hasta entonces no seré más que otro creyente mediocre.

“Yo no veo a los hombres”

No juzguen por la apariencia, sino juzguen con juicio justo (Juan 7:24)

La mejor receta para no hacer nada ante los abusos evidentes de los dirigentes: decir que yo estoy en este lugar sólo por Dios, que Él pondrá a cada quien en su lugar, que quién soy yo para juzgar, que “maldito el que se mete con el Ungido de Yahvé”. Si no miras a los hombres (o mujeres): ¿por qué no adoras a Dios única y exclusivamente en tu casa? La iglesia es una comunidad. Y la iglesia también es una comunidad con liderazgo. Si este liderazgo es francamente corrupto, incompetente, impuesto por hombres, ¿esperas que Dios actúe? ¿Cómo lo hará? Incluso con el mismísimo David, Dios utilizó a Natán para reprenderlo severamente. Por mucho tiempo yo quise tener la fama, el poder, el prestigio, esa suerte de “línea directa” con Dios, pero sin pasar por las tribulaciones, burlas, incomprensiones, persecuciones e incluso la soledad de esos profetas. Un día me di cuenta que la diferencia entre dar profecía y ser profeta es que el profeta vive la profecía. Incluso cuando duela, cuando no sea cómoda, cuando parezca que hará volar por el aire todo lo que antes constituía una seguridad.

Así pues, decir que estoy aquí por Dios y por los hermanos pero, al mismo tiempo, no tocar ni con el pétalo de una rosa a los líderes es tan cómodo (o cobarde) como decir que te comes un platillo de gusanos porque disfrutas del restaurante, de los meseros, de la música, de los comensales pero que alguien se encargue del chef que casi te envenena con sus platillos. ¿Quién será ese “alguien? No lo sabes y parece que no quieres saberlo. No juzgar con “juicio justo” es ser cómplice del estado de cosas en tu comunidad. ¿Y si eres ese instrumento que Dios va a utilizar para juzgar a estos hombres? Quizá lo estés pensando. Quizá tengas años así. Nuestro Padre te va a esperar, te irá llamando, hablando al oído y a veces con clamor, pero tampoco te va a rogar. Siempre habrá alguien a quien no lo de miedo la mediocridad, alguien que decida hacer de su Dios la única seguridad, alguien que “juzgue con justicia”. Ese día pensarás: “¿por qué no lo hice yo?”. Y sabrás la respuesta: por cobarde. No importa. El Padre te seguirá amando y siempre, siempre, te protegerá.

El yugo fácil

llevad mi yugo sobre ustedes, y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallarán descanso para sus almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga (Mateo 11:29-30)

Una religión sin más compromiso que mi superación personal. Que me haga sentir bien. Que me haga buena persona. Que me relaje. Si se puede, que me permita tener salud, dinero y amor. Que se parezca a una inversión: doy dinero y tiempo y a cambio recibo abundancia o bienestar. Que viva y deje vivir. ¿Qué es esta mezcla de buenas intenciones y egoísmo y vanidad? Lo que quieren algunos del cristianismo. Cuando no lo encuentran, se van al budismo o a mezclas de creencias más o menos exóticas. Ante este público posmoderno, este público que tiene resuelto sus más básicas necesidades, el cristianismo apenas es una más de las opciones para creer. Pueden rezar a la santísima trinidad, ir al tarot y hacer yoga sin tener una pizca de remordimiento. En el otro extremo, los cristianos más tradicionalistas, digamos los cristianos de la vela perpetua, no tienen más remedio que gritar que, según sus credos, eso no está bien. Este cristianismo de templo parece rancio. En apariencia, pues, sólo existen dos opciones: ceder al sincretismo que exige el espíritu de los tiempos o lanzarse al cristianismo cerrado de instituciones milenarias. Sin embargo, me parece que hay otro camino: el de acudir directamente a Jesucristo. Es el camino difícil porque es el menos popular. Ante la lista interminable de creencias que el muy tolerante occidente sostiene (así, al menos, se vende), el creyente cristiano puede ir a las fuente misma de esas creencias. Se le pide a este individuo que sea serio en su deseo de aprender e incluso, permítame este exabrupto, que aprehenda ese mundo espiritual. Sólo eso. No hay temarios, no hay vías cortas, la formación es personalizada y acaso tediosa por ratos. Estará quien crea que este cristiano es iconoclasta. Habrá quien crea que este cristiano necesita un poco más de otras tradiciones religiosas. Habrá quien le pida a este cristiano usar más su cabeza y dejar el misticismo para otro momento. Si no cede en su intento por dejar la mediocridad espiritual, este creyente sabrá, más tarde o más temprano, que lo único que necesita es creer en Jesús. Ese día podrá, de paso, convertirse en un esclavo de ese Señor.

Mercaderes y marchantes

Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad (Mateo 7:23)

Leo la historia de un pastor y su señora esposa. Eran parte de una de las franquicias más exitosas de la cristiandad de mercado. El dueño de la franquicia puede operar desde Miami y Guatemala sin problema alguno. La historia de ese matrimonio está llena de vanidad, riquezas, lujuria, mentiras y muerte. El pastor muere asesinado, con sospechas de ser un verdadero depredador sexual. La pastora viuda se queda con el negocio llamado iglesia pero lo administra mal; sus declaraciones son tan incoherentes que sus abogados deciden dejar de defenderla y sale huyendo del país. Verdaderos vendedores (y a gran precio) de la fe. Pero por cada vendedor de la fe hay un comprador. ¿Qué orilla a las personas más pensantes, más prósperas, más aventajadas de una comunidad ir a los brazos de estos chamanes modernos? En muchos casos, las ganas de expiar sus culpas. El ser humano moderno, ese ser lleno de dudas, culpas e inseguridades. En otros casos, la curiosidad por lo desconocido. Ser católico está pasado de moda. Si ya somos tan ricos como la clase media gringa, pues tengamos el plato completo: también su religión. Nos hacemos de la vista gorda ante los evidentes excesos. Todos tenemos cola que nos pisen. Ya Dios juzgará. La gente suele inventarse un montón de excusas. Además, ¿no hicieron esos siervos de Dios milagros? ¡Claro! Jesús sabía que iba a pasar eso. Por arreglos espirituales, por asuntos del otro mundo, el nombre de Jesús tiene poder. Sí, esos milagros son milagros de verdad. Esas vidas cambiadas, también. No me cabe la más mínima duda: los feligreses de esos mercachifles tienen testimonio de cosas sobrenaturales. Pero ser líder cristiano no significa sólo que se tiene poder. Por supuesto que ante el aburridísimo sermón dominical que hace referencia a historias de hace dos mil años, el espectáculo de esos señores es muy atractivo. Jesús no tiene reparo en afirmar que habrá gente que haga espectáculos. Qué bueno por los receptores de esos milagros. Pero llegará un día, El Día, en que el último de los engañados tendrá su premio mientras que el pastor devenido showman no será reconocido por Jesús, básicamente porque Jesús nunca fue su señor. Nada de venganza: simple realidad.

Creencias y certezas

Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve (Hebreos 11:1)

Dicen mis amigos ateos, adoradores del método científico, que es más fácil creer que hacer ciencia; que ser un hombre de fe te coloca a un paso de ser un hombre idiota. La fe, dicen, es parte de un pasado en la humanidad sombrío. Se han logrado más avances en los últimos doscientos años que en los anteriores dos mil y eso gracias a que la humanidad (o lo que llamamos “el occidente”) se logró independizar de sus dioses. Si usted quiere ser inteligente, deje sus creencias en el cajón de las excentricidades privadas y utilice a la ciencia como el único medio para verificar la realidad y, en suma, la verdad (si es que tal cosa existe). Creer o no creer. Para el cristiano de estos días se parece mucho al cliché shakesperiano de ser o no ser. ¿Qué soy cuando creo? Un creyente. O un estúpido, dirá el (pos) moderno acusador. Ahí está el error: pretender que la creencia es un asunto de mera disposición mental. Y aquí el otro error: pensar que el método científico es el único método para entender la realidad y que está peleado a muerte con la creencia, como si creer significara cerrar los ojos y desear que cuando se abrieran el cielo fuera verde y los elefantes volaran. No hay nada más alejado de la verdad. Creer no es sencillo. Quizá lo fue en otra época en donde la omnipresente “ciencia” no tenía la hegemonía de las élites gobernantes. Pero hoy definitivamente no lo es. Al menos no para quien quiera creer en serio. “Científicamente comprobado” es un mantra utilizado por mercachifles de la misma calaña que aquellos que dicen “Dios me dijo que me diera su casa”. En el fondo, es lo mismo. Sin embargo, la creencia cristiana, tal como aparece en las Escrituras, no se parece a la creencia moderna. Cuando Jesús se aparece al incrédulo Tomás y le dice: “toca mis heridas”, no está más que afirmando que las dudas del que quiere creer serán satisfechas, que sí hay manera de conocer y entender ese mundo espiritual. Y la manera no es “deseando” con todas las fuerzas. Yo he visto que lo único que debo “desear” es querer comprobar que ese Dios es real. Comprobar que Dios existe: ¿no es lo que nos pide el método científico? Quiero tomarle la palabra.

La empresa llamada iglesia

…Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador (Efesios 5:23)

Alguien vendió la idea de que la iglesia es una institución con normas, ritos, edificios, presupuestos, liderazgos, objetivos, misión, visión… y nosotros la compramos. Preguntemos si esta era la única forma en que el cristianismo podría sobrevivir. ¿Le debemos a Constantino el favor de preservar y propagar el cristianismo? Sí: le debe el cristianismo institucional. Pero todos aquellos que, a partir de ahí, murieron porque otros cristianos les llamaron herejes, desviados, traidores, apóstatas, ¿le deben algo a Constantino y a su madre Helena? Si le vamos a creer a la Biblia (y eso es, ya en sí mismo, un problemón), Jesucristo es la cabeza y la Iglesia es su cuerpo: Él es el Jefe, quien alimenta, quien la cuida, quien provee de liderazgo. Parece que los cristianos ya no creen mucho en el mundo espiritual. Se les hace muy místico, muy de la Edad Media eso de que Jesús es la cabeza. A algunos les de pena admitir que ya no creen en ciertas porciones de las Escrituras. No queremos la hiper institucionalización del cristianismo al estilo católico romano (u ortodoxo oriental), ahora mejor pensamos a la iglesia como una PyME, una pequeña o micro empresa. Como en toda empresa, hay gerentes, estatutos, comités, oficinas, metas. Eso se parece más al mundo moderno. Ahora sí, con la iglesia convertida en una empresa (que vende espiritualidad, o algo así), podemos dejar los libros aburridos de los teólogos (¿griego? ¿arameo? ¿hebreo? ¡ni que fuera nerd!) y nos ponemos a leer libros de “cómo ser un buen líder”, “cómo hacer que su iglesia (entiéndase, empresa) crezca”. Literatura de café. Los cristianos se sienten así más cómodos en este mundo: la iglesia como actor en el mundo capitalista. Pero como eso no es la Iglesia, hay algo en lo más íntimo del creyente que no le hace sentido. Tarde o temprano se preguntará: ¿y si todo esto no es necesario? En ese momento, tendrá la opción de callar sus dudas y acomodarse (al mundo), o seguir en serio hasta las últimas consecuencias. Si llega hasta allá, recordar los días en que basaba su cristianismo en una institución le parecerá incluso obsceno. Será un día crítico. Un día feliz.

Justicia y saciedad

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, pues ellos serán saciados (Mateo 5:6)

La palabra griega que se usa en las famosas “bienaventuranzas” es μακάριος: la más grande felicidad, la más excelsa. Pareciera, sin embargo, que el Maestro nos está jugando una broma, nos está poniendo en dos extremos. “Son muy felices aquellos que tienen hambre y sed de justicia..”, ¿de verdad? ¿No es más bien un sentimiento de desesperanza lo que uno tiene cuando ve la injusticia en el mundo? ¿Esperar la “saciedad” (que parece vendrá de Dios mismo) en lugar de buscarla? Lo que es más: ¿qué es la “justicia” de la que habla Jesús? ¿Estará hablando en términos judiciales? La palabra en griego es δικαιοσύνη y en su origen se refiere a un veredicto judicial. Quizá si uno se convierte en justiciero social, por ejemplo, será muy feliz. Sin embargo, al rastrear el término en el Nuevo Testamento, el término parece estar relacionado a Dios. Jesús la usa de ambas formas, por ejemplo, en Juan 16:10-11, hace la diferencia entre la justicia y el juicio (κρίσις, bonita palabra que transliterada es… crisis). De esta manera, parece que esta bienaventuranza se refiere más a la de tipo espiritual. El Maestro nos está diciendo que si nosotros tenemos una necesidad irreprimible por estar justificados, es decir, por ser agradables a Dios, tendremos la felicidad máxima porque se nos dará eso. En otras palabras, nuestro Señor nos afirma que si uno quiere ser muy feliz, muy pleno, tiene que buscar la saciedad a esos agujeros existenciales única y exclusivamente en el Padre, en Dios. Por supuesto que el Maestro estuvo del lado del débil, del oprimido, del enfermo y aquejado. Los consoló. Los sanó. Los alimentó. Y les dijo que nada de eso era suficiente, la suficiencia estaría en la comunión íntima con el Padre. Puedo lanzarme a combatir el mal del mundo. Puedo ganar algunas batallas; pero mi salvación, mi redención no está ahí. Lo único que me debería saciar es la íntima comunión con el Padre. Seré μακάριος por tener una necesidad irrefrenable de δικαιοσύνη: el Padre me proveerá.

Un paso para adelante, seis para atrás

Pero el hombre natural no acepta las cosas del Espíritu de Dios, porque para él son necedad; y no las puede entender, porque se disciernen espiritualmente. En cambio, el que es espiritual juzga todas las cosas; pero él no es juzgado por nadie (1 Corintios 2.14-15)

Por momentos me gustaría dirigirme a los más jóvenes y pedirles una sentida disculpa. A su edad yo ya estaba ahí dentro. Me puedo excusar diciendo que era muy joven y que sentir bonito pudo más que la crítica justa y la pelea espiritual para que las cosas cambiaran. O decir que cuando me di cuenta del desgarriate me resistí a empujar más porque en una de esas descomponía en lugar de arreglar. O apelar al miedo: ¿qué sería de mi cuando estuviera lejos de todo eso? ¿Dónde iría los domingos? ¿Seguiría teniendo a mis mejores amigos cerca? Puedo inventar muchos pretextos. El hecho duro es este: después de un cuarto de siglo los que se sentaban en la primera fila se siguen sentando ahí (esos lugares siempre están reservados) y el festín de disparates se sigue festejando como si a nadie importara. Se siguen reciclando las mismas enseñanzas y hasta las mismas canciones. Ahora ponen el escenario al centro (a mí se me figura un ring de lucha libre) como para dar la impresión de que algo (¿el predicador, la música, el teatro?) están en el centro. Visión de 360 grados: todos saben quién manda ahí. Como en mi época, veinte minutos de emocionantes cantos siguen nublando el entendimiento. Yo decía: “¿cómo alguien puede criticar y calificar esta comunión y estas lágrimas mías como algo demoniaco?”. Esos minutos me costaron horas, días y meses de sometimiento emocional y espiritual cruel y despiadado. Lo bonito de la reunión borra cualquier argumento y peor si te dicen que todo ese espectáculo no es “bíblico”. Ni Pablo ni Pedro ni Juan, vaya, ni Santiago se reunieron en una arena romana con 4500 cristianos a “adorar a Dios”. Pero yo no pude influir nada en esos líderes. Veinticinco años de bloquear, con sus hechos, el poder liberador del Espíritu Santo. Quizá yo, por omisión o comisión, tenga algo de responsabilidad. Por eso me da por pensar la frase: lo siento, no pude cambiar nada. O, a la mejor, no debía hacerlo. 🙂

La importancia de conocer los idiomas bíblicos

 Mi artículo en El Sembrador, del mes de agosto. 

Suelo escuchar que no importa conocer los idiomas en que se escribió la Biblia. Uno de los argumentos que más se mencionan es que Jesús predicaba a los sencillos de corazón y que para tener una relación personal con Dios no se necesita más que tener un corazón dispuesto. Algunas veces terminan citando aquello de “¿en dónde pararon el sabio y entendido? (1 Corintios 1:20ss)”. Esos hermanos activan su sensor de sospecha cuando escuchan a un predicador decir “en griego, este versículo quiere decir esto”. He escuchado a hermanos piadosos quejarse: “sólo falta que me digan que tire esta Biblia que me regalaron hace 15 años porque según ustedes está mal traducida”.

Vale la pena preguntarse por qué se ha llegado a menospreciar y ningunear el estudio serio de la Biblia. Me parece que muchas veces el quehacer teológico se ha alejado de la realidad cotidiana. Por momentos parece que los teólogos hablan un idioma oscuro, que se encierran en su torre de marfil a discutir sobre las variantes textuales en la perícopa deportiva del apóstol Pablo en el manuscrito E; mientras la Iglesia lucha por atender asuntos más “terrenales” como el aborto, la homosexualidad, el uso de las drogas. Además, estos especialistas suelen convertirse en guardianes cerrados de la tradición o en herejes iconoclastas. En cualquier caso, por desconocimiento, dan miedo, y entre más lejos de ellos, mejor.

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Señales de iglesias espiritualmente abusivas

[Comparto el artículo que apareció en julio de 2014 en la revista electrónica, El Sembrador]

La escritora Mary DeMuth escribió una lista muy interesante sobre iglesias espiritualmente abusadoras. En mi artículo pasado escribí sobre las sectas y considero que las sectas son abusivas por definición. Pero hay iglesias que, sin ser sectas, presentan síntomas muy parecidos. Cada cristiano debería estar atento a este tipo de señales.

Aquí mi traducción de la lista de DeMuth:

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Una reflexión sobre las sectas

[Este artículo apareció primero en la revista electrónica, El Sembrador, un nuevo proyecto que suena muy interesante. Apareció recientemente su primer número. Uno no necesariamente está de acuerdo con los artículos pero el ejercicio es loable]

Uno de los temas más difíciles de tratar es el de las sectas. Para empezar, la palabra tiene una carga negativa aunque su sentido original no sea necesariamente así. En los estudios sociológicos, por ejemplo, se habla de sectas como una clasificación de grupos religiosos. En inglés hay una palabra que sí tiene una carga negativa, incluso de peligro: “cult”. No tiene sentido traducirlo al español porque la palabra “culto” tiene otro significado diametralmente distinto. Acá si alguien dice “voy al culto” no está diciendo que va a una secta peligrosa sino simplemente que ve a un servicio religioso.

Digamos entonces que cuando decimos “secta”, de manera general, nos referimos a grupos cerrados que abusan del individuo y que de hecho, se colocan encima del individuo: “el grupo (iglesia) es más importante que el creyente”. Estas sectas transformarán al individuo, lo harán renegar de toda su vida pasada, lo harán sentir mejor y único. Antes estaba en una cloaca y ahora está en el paraíso en la Tierra gracias a la secta. Por lo tanto, su vida, su tiempo, su dinero le pertenecen a la secta. Los que quedan atrapados en estos grupos tienen un miedo tremendo a estar fuera porque eso significa perder todos los supuestos privilegios que hoy tienen. Expulsar a un miembro de la secta es quizá el peor de los castigos que se pueda concebir. El congregante de esas sectas le debe todo a su secta… y a sus líderes.

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The Great Commission Part 3: Application

La tercera parte de la serie sobre La Gran Comisión. Una aplicación para los cristianos de hoy. Interesante.

Daniel B. Wallace

This is the third of three blogs on the Great Commission (Matt 28.19–20). In the first one I talked about the grammar of this passage and concluded that the standard English translation, “Go and make disciples… baptizing… teaching” is an accurate representation of the idioms of the Greek text. In the second blog I discussed the historical setting and noted that the command was given to the disciples to evangelize by going out of Jerusalem and to the Gentiles. The mission was eccentric rather than ethnocentric. That is to say, the apostles were to go out of their way to bring the good news of Jesus Christ to those outside of Jerusalem, including non-Jews. We also argued that in doing this, the apostles had to abandon 1400 years of food laws that had been ingrained in them, in their history, in their traditions. The gospel was for all people and…

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