Jesús ungido

Juan 12:1-11

Jesús regresa a Betania, invitado a una cena en su honor, preparada por la familia de Lázaro. Otra vez, la figura de María sobresale incluso por la del que «había estado muerto». Ya se ve que Marta era la encargada de la casa, la hacendosa, la típica anfitriona que se esmera por atender de la mejor manera a sus invitados. Y María era la joven fascinada por el Maestro. En una escena conmovedora, abre un perfume caro, y lo unta en los pies del Rabí y lo limpia con sus cabellos. Una escena de amor, de admiración, de reverencia por el hombre que había regresado a su hermano a este mundo. Judas hace un cálculo rápido y crítica con acidez a la mujer: si lo hubieras vendido habría sido de mayor utilidad. Pero el Maestro lo detiene: a los pobres los seguirán teniendo, pero a mí no. Aquí está la primera vez que habla explícitamente de su muerte. El escritor nos regala la imagen de un hombre que ya no puede ser sino público. O de dos hombres. Ahora Lázaro estará atado por siempre a Jesús. Su nueva vida será la demostración más clara de quién es Jesús. Es un milagro viviente. Y, por lo tanto, también una amenaza al establishment. Ahora no sólo quieren prender al galileo, también Lázaro está en la lista de los hombres peligrosos.

Muchas cosas nos sugiere este pasaje. Primero, la suspicacia sobre la relación de Jesús y María. ¿Hay indicios de un romance? ¿Debemos creer las incontables historias que circulan sobre María y su papel en esos primeros años del movimiento cristiano? queda clara que hay una relación estrecha entre Jesús y María. Queda claro que ella lo ama y lo admira. Pero de ahí a decir que ellos dos fueron una pareja hay, al menos, cierta distancia. Pero entonces como hoy, los hombres públicos despiden un halo extraño que atrae a los fantasiosos de siempre. Los paparazzis de entonces bien pudieron armar toda una historia sobre algo que quizá sólo fue una relación de amigos. Sin embargo, los seguidores de las teorías de la conspiración tendrán aquí un eterno tema para explotar. Allá ellos.

Vemos a Judas, el impopular tesorero, acaso calumniado. A posteriori, el apóstol sería el culpable de todo el mal. Pero podemos creer en sus intenciones. Tenía razón: ese perfume valía mucho y aunque María adoraba a Jesús, ese dinero podría haber satisfecho el hambre de más de un pobre. Pero el Maestro da una enseñanza que sorprendentemente no permeó lo suficiente. En el fondo, Jesús concede ciertas comodidades. A diferencia de Juan, no es un Maestro de alimentación y hábitos frugales. ¡Cuántos cristianos creen que entren más dolor más devoción! Este pasaje indica todo lo contrario. Ser cristiano y gozar de momentos de tranquilidad no están peleados. Aquí Judas quiso pasar por compasivo y sólo demostró su egoísmo y frialdad (¿sus celos?).

Ahí está Jesús, ya en sus últimos momentos, despidiéndose. Ha elegido a Lázaro, Marta y María como última parada antes del drama final. María lo unge quizá para poner de manifiesto el carácter del Maestro: es un verdadero Ungido, es decir, el Cristo. Y María, una mujer, realiza el rito en una casa perdida en Jerusalén. La última Pascua estaba por iniciar y pronto veremos al Ungido entrar a Jerusalén.

Mejor uno que todos

Juan 11:45-57

¿Qué haremos? Jesús nos está comiendo el mandado, nos quita el lugar, los romanos vienen y nos destruyen. Ahora los fariseos muestran una preocupación que rebasa ya los límites de la contención. Quizá se dieron cuenta de la repercusiones de eso que a sus ojos ya era una revuelta y el peligro de ello frente al imperio romano. Y entonces, Caifás, pragmático, da el último y más contundente argumento para detener a Jesús: mejor sobrevivir que morir por un terco carpintero venido a más, mejor sacrificar una vida que todo un pueblo. El escritor se encarga de aclararnos que eso era una profecía, sin embargo, podemos decir que es una interpretación posterior. En el momento, el Sanedrín había dictado sentencia.

Mientras tanto, Jesús, con todo esa persecución, luego del gran milagro, huye rumbo a Efraín. En Jerusalén se acerca la Pascua y la expectativa sobre la participación en la gran fiesta van en aumento. El Maestro tenía las horas contadas. Poco disfrutó del encuentro con sus amigos. Volvía a ser perseguido. Podemos preguntarnos en qué pensaban sus seguidores de su nueva acelerada vida. La vida del cristiano se estaba definiendo desde entonces. La sociedad es capaz de asesinar antes que claudicar. No importa qué se diga o qué se haga. El aplauso generalizado está vetado para aquellos que deciden seguir a Jesús. El milagro de la resurrección acababa de ocurrir y ya estaban escapando. No era ciertamente una vida cómoda. Pero seguían al Mesías. Eso, al parecer, no estaba ya en duda.

¿Qué espera al cristiano, pues? En un mismo capítulo vamos de huida en huida. El capítulo de Lázaro parece una tregua que termina cuando los líderes ven que les están comiendo el mandado. Al creyente le espera una vida transformada, un renacimiento, señales espectaculares y, también, conspiraciones, chismes, malos entendidos. Muchos Caifás modernos seguirán prefiriendo el sacrificio de uno y no la destrucción de muchos. Claro, siempre según la visión del establishment. El mundo parece ser el lugar más hostil de los verdaderos grandes hombres.

El gran milagro III

Juan 11:38-44

¿Qué otra escritura refleja el sentido último de la misión cristiana? Vencer la muerte, eso que hace finito al hombre, el gran límite, la frontera, el más allá al que Jesús viene a darle un nuevo sentido. La escena no puede ser más conmovedora. El Maestro está turbado, ha llorado, quizá con lágrimas en los ojos, ordena lo más absurdo, lo menos apropiado: quiten la piedra. «Pero apesta», le advierten. «¿No te he dicho que si creyeres, verás la gloria de Dios?». Quizá con más dudas, con caras de incredulidad y de reproche, quitan la piedra. El hombre que parecía tener un segundo nombre, escándalo, vuelve a las andadas. ¿Qué era eso de exhumar, de profanar tumbas? ¿No era una irresponsabilidad, incluso sanitaria, mover la roca? Mientras tanto, el Rabí levanta su mirada, habla con su Padre sin importar los tantos testigos que se hallaban ahí. Estipula la razón de esas señales: que crean en Él como el embajador plenipotenciario de Dios en la Tierra. Con voz fuerte, con la autoridad del Hijo de Dios que ha tomado forma (y quizá fondo) humano, ordena a Lázaro que salga. Acaso el milagro más grande de todo el Nuevo Testamento, único de Juan, se consuma.

«El que había estado muerto, salió». Ahí está la gran metáfora de la misión y de cómo se considera a aquellos alejados de Dios. Muertos. Nada de lo que hagamos aquí podría satisfacer la ansiedad, el desconsuelo y el vacío existencial que llegan cuando el ser humano se enfrenta al sepulcro. Ya hiede, le recordaron a Jesús. Pero al Salvador no le importan los olores, los gusanos, la piel echada a perder. Ahí está, conmovido hasta las lágrimas, pidiendo por nosotros. Y el milagro: no tanto que uno resucite, sino que en esa humana corrupción, se muestre la gloria del Padre eterno. Como el gusano que se convierte en mariposa. ¿Cómo se puede entender esa sinrazón de llegar a la muerte espiritual para reconocer quién es uno y quién es el Dios grande y poderoso que opera en los momentos y las situaciones más absurdas y que el humano considera causas perdidas? Quizá en esos despojos atados exista un espejo en donde cada uno puede verse.

Lázaro, sal de ahí. Y con él, millones de creyentes lo hacen. Y los testigos, ante semejante demostración de poder, se quedan sin armas, sin argumentos. ¿Cómo contradecir, con qué teología, con qué paradigma enfrentamos la naturaleza divina de un ser que ha traído de la muerte a su amigo? Cuando todos los argumentos fallan, cuando toda la doctrina se hace confusa, entonces la vida y el ejemplo clama a voz en cuello quién es quién. Los «judíos», desarmados, ven y creen. Lázaro, el antiguo muerto, estaba vivo. Y con él, el evangelio de Jesús.

El gran milagro II

Juan 11:17-37

Jesús llega finalmente a Galilea. Como lo había previsto, Lázaro ha muerto y está sepultado. La escena muestra un dramatismo pocas veces visto en todo el evangelio. Primero llega Marta y su bienvenida parece reproche. Sí, yo creo, sí yo sé que resucitará, pero esas son palabras, si hubieras venido él no habría muerto. La frase de Jesús quizá no convenció a la mujer. Ser la resurreción y la vida parecía quizá un asunto más escatológico que un consuelo en ese duelo. De cualquier manera, confiesa su fe en Jesús. Marta es otra de las primeras cristianas fuera del grupo de los doce. Aperece entonces en escena la enigmática María. En secreto, su hermana le manda a decir que Jesús la llama. No echemos a volar nuestra imaginación con romances tórridos entre el Maestro y María. Acaso eso no era más que una precaución, máxime como se encontraba el embiente: muchos «judíos» habían llegado a los funerales y eran algunos de los que ya habían puesto precio a la cabeza del Rabí.

María se arroja a los pies de su amado Maestro y vuelve al reproche. El escritor se encarga de decirnos cómo todo esa atmósfera lúgubre estaba ya afetando a Jesús. María de rodillas, llorando; los vecinos, los amigos, todos en una profunda tristeza. Y vienen dos versículos que muestran toda la humanidad y toda la majestad de este honbre. El 36 dice que se conmovió en el Espíritu y el 37 es el versículo más pequeño y de los más importantes para entender el carácter de Jesús: «Y Jesús lloró». Unos dicen: «miren cuánto lo quería» y otros, quizá los más críticos, dicen «¿por qué no hizo algo por salvar a su amigo?».

¿Qué podría haber en la mente del Hijo de Dios al estar frente al sepulcro? ¿Se habría visto a sí mismo en unas semanas más? ¿Habría recordado a Lázaro con toda su familia en mejores momentos? No lo sabemos, pero sí sabemos que el hombre más hombre de todos los tiempos (al menos para los cristianos), aquel que se enfrantaba con un mínimo de temor a sus adversarios, aquel que se declaraba Mesías, ese carpintero galileo no soportó más y lloró. El Rabí derramando lágrimas. ¿Cuántas cosas nos dice ese enunciado? Todo: un Jesús no absorto en «la misión», un predicador sensible, un ser que es capaz de correr cualquier riesgo con tal de estar con los amigos. No es un Cristo de pieda y palo. Su rostro no es el de un severo regañador, el del Maestro enojón. No: es un verdadero humano que, quizá por un momento, siente el dolor.

En la capacidad que Jesús tiene de sentir dolor se dumuestra su humanidad. No es un Dios ajeno, alejado. Si es excepcional es porque entiende a sus alumnos en sus propios términos. No es el super hombre, el gran héroe que sólo sigue un guión trazado por su Padre. Es más bien alguien que siente y que no tiene miedo a que vean su fragilidad. Por un momento, el gran Maestro demuestra que lo cortés no quita lo valiente, que no es una estatua. Él nos dice que es humano, que siente y que, al fin y al cabo, está vivo. Frente a la tumba de Lázaro, Jesús quizá comprende la trascendencia de su mensaje. Justamente vino a vencer eso que ya había padecido su amigo. María a sus pies, los judíos rodeándoles, por un instante dándole tregua, sus apóstoles de tan presentes que parecen más bien ausentes. Sólo con su majestad, en esa tumba, el Rabí daría la muestra más grande de su poder. Pero antes lloró. Y en ese llanto divino está la señal de que Él nos cntiende porque fue como cualquiera de nosotros.

El gemelo Tomás estaba probablemente desconcertado porque lo que parecía ser el inicio de la gran revuelta, se estaba convirtiendo en la continuación de las críticos. Lo más escadaloso era ver a su Maestro, llorando. La sacudida, de seguro, no fue menor.

El gran milagro I

Juan 11:1-16

Por las implicaciones y la forma en que lo hace, este es el gran milagro del evangelio. La familia conformada por Lázaro, Marta y María era muy querida por Jesús. Quizá eran huérfanos y el jefe de familia era Lázaro. Su enfermedad traía consecuencias negativas en lo económico y en lo social. Las hermanas quedarían doblemente solas, de padres y ahora del hermano. Así que cuando Lázaro enferma, las dos mujeres mandan a avisar a Jesús quien, sorprendentemente, no responde al aviso. Su argumento es que así debe ser para que sus seguidores sean testigos del poder de Dios.

El pasaje muestra una serie de confusiones en los discípulos. La gran paciencia del Maestro hace que repita aun más claro aquello que les va enseñando. Aquí les debe aclarar que Lázaro ha muerto. Luego, los discípulos le recuerdan el gran conflicto con los fariseos y, cuando el Maestro insiste, se hacen los héroes: «vamos a morir con Él» (¿por qué pensamos que Pedro y no Tomás está detrás de estas palabras?).

El escenario está puesto. Pronto veremos cómo Jesús operará esta señal. Quedémonos por el momento en algunos detalles interesantes. María parece ser una fiel admiradora de Jesús. Se ha pensado que quien untó los pies de Jesús era la Magdalena que, a su vez, había sido salvada por Jesús de ser lapidada. Si esto fuera cierto, Jesús conocería a la familia de Lázaro por causa de María (curiosamente, el versículo 5 omite su nombre). No hay razón para pensar que esto sea cierto. Sin embargo, estos primeros versículos ponen de relieve una cualidad de Jesús: tenía amigos y era tal su interés y su importancia que regresó no solo de su misión sino que incluso tomó el riesgo de ser agredido. La amistad valía la pena todo. La amistad, entonces, es uno de las características básicas de un cristiano.

La blasfemia de Jesús

Juan 10:22-42

Si no es por lo que haces, sino por lo que dices, le dijeron los líderes religiosos. Jesús insiste en el valor de las obras, puestas aquí incluso por encima de las palabras. Crean en lo que hago. ¿Cuántos cristianos hoy podrían decir eso? ¿Cuántas piedras se lanzan hoy justamente por lo que los creyentes hacen? Rodeado de sus (atormentados) adversarios, Jesús no se amedrenta. Sigue insistiendo en su orígen, en la importancia del camino que Él estaba trazando.

¿Qué querían escuchar? ¿No era claro que Jesús se consideraba a sí mismo el Mesías? Atrapados en su propio legalismo, los fariseos buscaban la forma más limpia para eliminarlo. El Maestro se ha dado cuenta que la reconciliación (o el abrir conciencias) era una tarea titánica, que a Él sólo le tocaba anunciarles lo que el Padre le había ordenado. Al no ser parte de su rebaño, ellos estaban condenados a seguir viviendo en su andamiaje moral. Así responde cualquiera cuando se siente agredido. No terminaban de entender que lo más importante era la vida humana, que cualquier idea, cualquier creencia, puede (y debe) pasar por la prueba de la confrontación. Si sale bien librada, sale fortalecida. Lo contrario, cerrarse herméticamente, solo acarrea estancamiento. Todos deberíamos hacernos al menos una vez en la vida la pregunta ¿qué tal si fuera cierto? Con todo lo que eso implica.

Al final del pasaje, vemos a Jesús del otro lado del Jordán. La gente lo percibe cada vez más como un profeta incluso mayor que Juan. El conflicto ha escalado a un grado tal que el Maestro y sus seguidores ya viven a salto de mata, al menos en Jerusalén. Vale decirlo: los primeros cristianos fueron parte de una sociedad rural. La ciudad sería conquistada muchos años después. Lo que es más, el Maestro no lograría sino rechazo y persecusión en la ciudad de David. Una crítica que lo llevaría a la tumba. Y todo por, fariseos dixit, su intolerable blasfemia.

El buen pastor

Juan 10:1-12

No es que los apóstoles y todos los demás fueran menos inteligentes que los actuales lectores. La parábola tenía la intención de ilustrar un punto en la enseñanza. Pero esta no había funcionado. Jesús no se va por la tangente y habla más claro. Él era ese Pastor que daba, porque así lo había decidido, su vida por un rebaño llamado humanidad.

Algunos han querido ver en este pasaje la prefiguración de la predicación a los gentiles. En cualquier caso, lo que el discurso quiere resaltar es el carácter del Mesías. Él quiere dar todo para cuidar, rescatar y ayudar a sus ovejas. El ladrón está interesado en la oveja como un objeto. El asalariado no daría su vida porque sólo está interesado en el dinero. Pero el buen pastor se preocupa por el rebaño porque ama al dueño y cuidará sus propiedades como si fueran suyas. Jesús es ese gran y buen pastor. He ahí la enseñanza profunda del Maestro.

¿Se entiende cabalmente esta alegoría hoy? Y no hablamos de lo más evidente, aquellos pastores modernos que van por la lana de sus rebaños. Dios pedirá cuenta a estos malvados. Hablamos de algo más histórico y social. ¿Cuántos lectores modernos han cuidado ovejas? ¿Cúanto tiempo falta para que estas sencillas parábolas deban ser explicadas hasta en lo más nimio? Cuidar rebaños es tan ajeno a los cristianos modernos que el término «pastor» ya es tan religioso como cualquier otro.

El buen ciego III

Juan 9:35-59

Cuando acaso el antiguo ciego se empezaba a preocupar de la expulsión religiosa, Jesús vuelve a aparecer. La Escritura cuida de decir que el Maestro halló al hombre. Y ante su sanador, este ciudadano de Jerusalén vuelve a mostrar signos de una lucidez abrumadora: tú me preguntas algo, me preguntas si creo en el Hijo de Dios, dime quién es y lo hago. En otras palabras, no sólo me enseñes abstracciones. Ya por años he vivido de oídas, de lo que otros dicen que es. Ahora que veo, déjame estrenar mis ojos. El Rabí le responde que Él es. Entonces sí, ya con todo conocimiento, «lo adora».

¡Cuánto podría enseñarnos este ciego convertido! Se alejó de las complicaciones y tan sólo experimentó la verdad. A diferencia del paralítico que puso pretextos, este se dejó llevar. Y cuando le pidieron razón de todo aquello, sólo dijo lo que sabía y lo que no. El no sé de los versículos anteriores se convierten ahora en «sé quién es el Hijo de Dios». El Maestro había empezado con algo terrenal y terminaba con algo espiritual. Una señal redonda.

Las frases finales vuelven a revelar la enseñanza de Jesús: había venido a juicio, a revelar ante ojos y oídos que quisieran quién es de la verdad y quién de la mentira. Él es el espejo, el que dice: «juzguen por sí mismos». De los sencillos y ciegos es el reino de los cielos. De aquellos que no presumen de ser los santos, inmaculados y puros, sino de los que el mismo Dios los juzga como tales. Más vale decir no veo que andar por el mundo creyendo que sí cuando nuestra vida proclama lo contrario. ¿Sabes mucho? ¿Por qué no actúas como tal? Ese ciego sanado era más valiente, más humilde y ahora salvo gracias a su capacidad de saber quién realmente era. Los fariseos de todos los tiempos, esos que adoran la letra pero no el Espíritu de la Ley, esos son los que no soportan la luz que irradia el mensaje sencillo del Mesías.

El buen ciego II

Juan 9:13-34

Jesús ha cometido un pecado más: amasar en sábado. Aquí el buen ciego (que ahora ya ve) es interrogado por segunda vez. Vuelve a decir lo que sabe. La obra del Maestro vuelve a causar división. Entre la interpretación casuística y la rigorista, a algún fariseo se le ocurre preguntarle al sanado, hombre que no tenía más educación que la recibida en casa y en la calle, pidiendo limosna, con el oído aguzado. Su respuesta no lleva grandes introducciones, un aparato crítico, la gran doxología, una hemenéutica exquisita. Nada de eso. Con la sencillez que da la ignorancia genuina, responde: un profeta. Nadie parece atenderlo y más bien dudan (humanos muy humanos) de que en realidad hubiese sido ciego (los limosneros apócrifos han existido siempre). Entonces van con sus padres, que dan cátedra de sentido común y de precaución.

Ya se tenía una amenaza: cualquiera que confesare al Cristo sería expulsado de la sinagoga con todas las consecuencias morales y religiosos que eso traía. Sin comprometerse un ápice, los padres responden: sí era ciego pero ya está grandecito para que le pregunten a él. Quizá con la paciencia a punto de terminarse, los fariseos vuelven con el ciego. Lo vuelven a interrogar y él vuelve a reponder con sencillez: no sé si el que me curó sea pecador, pero sé que antes era ciego y ahora no. Quien debe explicar esto son ustedes, ¿o quieren convencerse de que él es el Mesías? Ahora sí, el antiguo mendigo terminó con el buen juicio de sus interrogadores quienes lo maldicen y lo expulsan. Pero antes, este personaje singular les lanza un argumento quizá escuchado de los labios de ello: si él es pecador, Dios no lo escucharía, por lo tanto, no habría sanado. Pero si es justo, Dios escucha y puede obrar la señal. El versículo 33 es la estocada final: Si Éste no fuera de Dios, nada podría hacer. ¡Lo mismo que Jesús ha repetido pero en boca de un limosnero desempleado!

Totalmente fuera de sus casillas, los líderes religiosos veían cómo el mensaje de Jesús permeaba en las mentes y en los ojos de los más sencillos. Aquello de ser la luz del mundo cobraba más sentido en un ciego de nacimiento, un elemento más en el paisaje urbano de Jerusalén que de la nada afirmaba que un tal Jesús lo había sanado. Y si le preguntaban, él no había visto de qué universidad se había graduado, no sabía cuántos diplomas colgaban de la pared de su casa, tampoco si era el Logos encarnado. Él sólo tenía una cosa que mostrar: Jesús le había regalado nuevos ojos. Su razonamiento simple sigue siendo válido hoy. No sabemos quién es, pero Él sana. Y si Dios lo escucha es porque algo hace bien. Más allá del conflicto teológico y quizá ideológico que ocurría en esos días, este mendigo había experimentado en su propia carne el poder del Padre.

El buen ciego I

Juan 9:1-12

El sexto milagro nos presenta a uno de los ciegos más memorables por su sencillez, sentido común y capacidad de síntesis que se pueda leer en el evangelio. En la primera parte vemos a Jesús pasar cerca de un ciego. Sus discípulos, quizá queriendo ser muy espirituales, quizá por genuina curiosidad, le preguntan por qué estaba así: por él o por sus padres. Sabemos que en la antigüedad (incluso hoy) se relacionaba la enfermedad con el pecado. Moral y fisiología han tenido siempre un trato cercano. Jesús da una respuesta que no cuaja ni uno ni en otro lado: para que la las obras de Dios se manifiesten. Dicho lo cual, elabora un cataplasma hecho a base de tierra y de saliva; lo aplica en los ojos, lo manda a lavarse al estanque del Enviado y hecho, ahora puede ver. La enseñanza atrás de esto es clara: Jesús es la luz del mundo. Aquí no sólo en sentido metafórico sino real. Él ha abierto los ojos de un ciego de nacimiento.

En la segunda secuencia, el ciego sanado regresa para tomar el papel protagónico que le tiene reservado la historia. Los vecinos acostumbrados a verlo mendigando no lo reconocen. Él se encarga de decir que sí es, que el ciego y mendigo se había acabado que uno llamado Jesús lo había sanado. Lo único que había tenido que hacer era obedecerlo. El ciego tenía un carácter franco y sincero probado: al preguntarle por el paradero de su sanador, quizá él mismo sorprendido, responde con la verdad: no sé. Podría haber inventado todo un cuento, podría haber puesto los cimientos para su futuro sustento (acababa de perder su trabajo) y hacerse el curioso hombre sanado. Pero no. No sabía y eso respondió.

Sorprenderá al lector cómo Jesús aquí es sólo la luz que ilumina todo el pasaje. Aperace al principio y al final. El ciego tomará el control de la historia. Mientras, ahí quedan esas palabras que vuelven a mostrar en todo su esplendor la misión del Rabí: venía a actuar y a hablar. No se trataba de un bonito discurso ni de un espectáculo digno de la corte de los milagros. Eran dos asuntos unidos que señalaban a la majestad y el poder del Mesías. Sus palabras sanaban todo: mente, cuerpo y espíritu. En eso consistía su luz.

Piedras contra el evangelio

Juan 8:48-59

Esta es la respuesta evidente ante cualquiera que reciba una crítica como la de Jesús. «Eres del diablo, samaritano, mal judío, blasfemo, mentirosos, estafador». Vemos de nuevo que Jesús introduce la promesa en medio de su defensa. «Si alguien cree en mi, no morirá». Aquello de «antes de Abraham yo soy» tuvo que sonarles como un escándalo monumental. Sinceramente, sin todo lo que hoy sabemos de Jesús, a cualquier oyente promedio aquello tuvo que sonar como verdadero dislate. El Maestro estaba redefiniendo una religión. Y al parecer no hay nada más extraño, difícil y de apariencia absurda como sacudir conciencias. Esto estaba haciendo el Galileo.

La declaración del «yo soy» termina un capítulo donde las escaramuzas se han convertido en franca guerra entre Jesús y «los judíos». Es curioso que este pasaje termine de manera más bien trágica cuando sus interlocutores ya empezaban a creer. Parece cumplirse aquello de que las grandes esperanzas provocan grandes decepciones. Fácil no era una palabra que sonara muy bien a lado de la frase seguir a Jesús. Cuando todos creían que lo suyo eran los espectáculos masivos, se aleja a un retiro que pasa por el evento extraño de caminar por el agua. Cuando algunos de los judíos empiezan a sentirse atraídos por las palabras del Maestro, Jesús parece contravenir toda la enseñanza heredada por generaciones. El resultado en todo caso es un terremoto espiritual en los que lo escuchan.

El versículo 59 es la culminación de la primera persecución al novel movimiento cristiano. Jesús se va, huye, no era su hora. No es un mártir profesional. Incluso algunos de sus críticos dirán que se mereció toda la avalancha de adversidad que cayó sobre él y su grupo. Quién sabe. Nosotros, cristianos convencidos, solemos demonizar a sus adversarios. Pero debemos reconocer que su mensaje incendió mentes y espíritus. Y nadie que lo haga va a pasar inmune en su sociedad. Ahí estaba Jesús, perseguido. Y sus apóstoles, desde entonces, a salto de mata.

Los hijos de la mentira

Juan 8:42-47

Los hijos de la mentira. Y el diablo ha sido homicida y no permaneció en la verdad. Parece una sugerencia para entender el líder teológico y tradicional del mal. Aquí Jesús ha dado un paso más en su discurso. Casi como monólogo, se responde a sí mismo: si no entienden es porque su verdadero padre no es Dios sino el Diablo, aquel homicida y mentiroso desde el principio. Parece una dualidad pero no lo es. Algunos quisieran ver la verdad y la mentira como dos fuerzas iguales en magnitud pero de diferente signo. Pero no es así.

Jesús dice que el diablo es mentiroso y homicida, pero no está diciendo que tiene el mismo poder y la misma influencia que su Padre. En este sentido, la mentira no es sino la ausencia de verdad. Además de no aclarar qué mató el diablo (asunto que podría disparar las mentes más imaginativas), el Maestro nos recuerda que una de las características básicas de ese ser es la mentira. Sin embargo, no es una dualidad al estilo ying yang. El diablo, al ser creado, puede ser destruido. La mentira es destruida con la verdad, esa verdad que es Cristo. Por eso, Él vino a deshacer las obras del diablo.

¿De quién somos? Fijémonos a quién escuchamos. Aquellos que no oyen la palabra de Jesús son del diablo. ¿Escuchamos la palabra de Jesús? Y ya vimos que escucharla quiere decir también obedecerla. Cuando no decimos ni escuchamos la verdad, hacemos la voluntad del verdadero padre de la mentira. Ahí está la decisión que cada quien debe tomar: o Jesús y la verdad divina o el diablo, asesino y mentiroso. El creyente deberá decidir qué hacer.

Jesús es la verdad

Juan 8:31-41

He aquí una Escritura que se ha convertido ya en lugar común: «la verdad los hará libres». Así es citada por propios y extraños. La usan los más piadosos y los de moral dudosa. Es, como el Quijote, una de esas frases que, sin leer una sola página, muchos dicen conocer. Debemos irnos con cuidado con aquellos bien intencionados que la blanden ante la menor provocación. El gran peligro de citar sin contexto es perder el significado del enunciado.

Concedido: la verdad libera. Pero debemos preguntarnos de qué verdad y de qué tipo de libertad está hablando Jesús. Y aquí es donde el versículo cobra mayor relevancia. Quizá debemos mirar unos versículos más adelante: el 36 dice claramente que el Hijo libera. Cuando los aludidos preguntan de qué, Jesús responde que del pecado, de esas acciones que alejan al hombre de la espiritualidad, eso que, paradójicamente, encadena al ser humano a este mundo. Si juntamos ambas partes, tenemos un mejor significado de lo que dice el Rabí: Él, Jesús de Nazareth, es la verdad, concepto no abstracto, no filosófico, ni siquiera teológico. Es ese ser, Jesús, la verdad de Dios. Quien lo conoce puede sentirse seguro de que sus ataduras espirituales (quizá carnales) serán destruidas. A los que quieren ver a un Jesús político habrá que decirles que se equivocan: lo que el Maestro enseña es una libertad espiritual que, vaya contradicción, atará al ser humano con Dios. No es una libertad política ni tampoco una verdad teórica. No se trata, como algunos quieren, de ser francos y decir «verdades», lo opuesto a la mentira. Por el contrario, Jesús se presenta a sí mismo como la verdad revelada de Dios a la humanidad. Podríamos replantear la frase y decir que Jesús rompe el yugo de la maldad humana y, por añadidura, regala una vida después de la muerte.

Es eso lo que debemos entender de este versículo. Que haya sido interpretada como premonición del liberalismo y de la ciencia no es culpa del evangelista. Más aún. El pasaje vuelve a enfatizar el grado de compromiso que parece más bien antipático en Jesús. Las primera frase es condicional: si se mantienen fieles a mi palabra. En otras palabras, sólo la fidelidad absoluta al Maestro traerá como consecuencia conocerlo realmente. Cualquier tipo de infidelidad provocará el fracaso en eso de querer ser libres. Todavía hay una frase que continúa de ese primer condicional: serán mis discípulos de verdad, no sólo de dientes para afuera, no sólo en una iglesia cantando bonito y abrazando con cariño al hermano. Es afuera cuando uno demuestra si realmente camina con el Maestro o si sigue en los pasos egoístas.

Por si fuera poco, la reacción de aquellos que ya habían empezado a seguirlo también nos da enseñanza. Cuando Jesús toca uno de los puntos más sensibles, el de la pertenencia al pueblo elegido, ellos reaccionan con furia y arrogancia. Así es este Rabí, parece hacer todo para que no lo sigan, cuando todo parece que va a provocar una adhesión automática, Él se encarga de aumentar el compromiso. Y, regularmente, sus auditorios terminan yéndose. Aquí, el discurso de Jesús hace que se defiendan con un cliché: «no hemos nacido de fornicación sino de Dios»; curiosa respuesta que hoy seguimos escuchando de muchos: no soy tan malo, el otro es peor, esto lo debe escuchar mi tía, mi vecino. Nos gusta escabullirnos, transferir culpas, cualquier cosa para no reconocer nuestros fracasos. Pero Jesús está hablando a ese yo egoísta, por eso duele tanto.

Ahora, cuando citemos esa frase, pensemos que verdad equivale a Jesús y que libertad equivale a ser espiritual. Todo lo demás suena bonito pero no tiene el mismo sentido que Jesús le dio.

No de este mundo

Juan 8:21-30

¿Quién eres? Es la pregunta que se hace aquel que ha escuchado a Jesús. La respuesta debe alertarnos sobre la tentación de mundanizar el mensaje. Por siglos, los cristianos han debido de recordar esta sencilla frase: «Yo no soy de este mundo». ¡Cómo contrasta con el resto de los Yo soy que se hallan en este pasaje! Pero también nos recuerda que al final, el interés supremo del creyente se encuentra en el cielo.

El pasaje también nos recuerda que sólo al seguir a Jesús podemos encontrar la vida que vale la pena. El Rabí nos dice que sólo creyendo en Él se tiene la esperanza de la resurrección. Frase que suena extraña en la modernidad. Cuando uno cree en Él, la maldad se termina. El fruto de seguirlo es una transformación renovadora. Aquellos que no quieren dejar su yo están destinados a repetir el ciclo de la sed y del agujero existencial. El Yo Soy de Jesús, por el contrario, da una nueva perspectiva, nueva dogmática, nueva praxis.

Su palabra empieza, sola, a convencer mentes. Jesús lo entendía ya aquí: sólo cuando su sacrificio se haya consumado, ellos comprenderán que Él es. Ya aquí está apropiándose de todo el simbolismo judío para compararse con Jehová. El drama de la pasión es que parece un guión al que Jesús sólo parece adscribirse. Pero no: nunca perdió su voluntad. Repite que hace lo que su Padre le enseña pero no vemos a un robot sino a un ser humano que decide hacer suyo ese plan que sólo en el cielo tiene sentido. Lo suyo no es de aquí, lo suyo no es madera, piedra, metal. Jesús es de otro mundo. Y sus discípulos deberían serlo también.

La luz del mundo

Juan 8:12-20

Este es el Jesús que todos los creyentes adoran. Aquel que, sin miedo a las consecuencias, alza la voz para proclamar su naturaleza. Él es la luz del mundo, sus seguidores tienen garantizado un camino iluminado, una vida no de tinieblas ni sombras, una vida plena. Él, el Mesías y sólo él, puede enviar una luz que ninguna oscuridad, por muy espesa que parezca, puede apagar. Los que han decidido seguirlo pueden dar testimonio de eso. Los que se dicen a sí mismos cristianos saben que no es una metáfora más sino el resumen de la conversión.

Pero no todo se queda en ese versículo. Juan nos recuerda la discusión con los fariseos. Los escépticos tienen en los fariseos a sus más fieles modelos de confrontación y crítica. Éstos inmediatamente lanzan un dardo: ¿y quién da testimonio de eso? La seguridad de Jesús impresiona. Sólo aquel que está convencido de su misión y de su naturaleza se atreve a responder como lo hizo el Maestro: sus testigos son Él y su Padre. Algo a todas luces contradictorio. Pero Jesús afirma que su argumentación tiene como causa principal y primera al Dios creador, ese ser al que sus interlocutores adoran. Otra vez, sólo la fe podría iluminar a los escépticos… aunque cuando la adquieren pierden esa condición. Hay que creer en el Dios de Jesús, que es judío, para creerle a Él. Así lo establece desde el templo.

¿Y dónde está tu Padre?, preguntan sus adversarios. La prefiguración de la Trinidad está aquí esbozada: Jesús mismo es el reflejo del Padre. Si alguien, como lo cuestionan ellos, quisiera saber dónde está Dios, sólo debería voltear a ver a Jesús. Porque donde está el Hijo está el Padre. Y, luego de su sacrificio, también se añade el Espíritu. Queda clara la doctrina que enseña el Rabí. Jesús es Dios. He ahí una declaración de fe, la más básica, la más sencilla, la más influyente de cara al camino que abrió el nazareno.

La adúltera perdonada

Juan 8:1-11

He aquí una imagen que permeó en el imaginario de occidente. Es la escena que retrata la repulsión a la hipocresía que preconizó Jesús en más de una ocasión. La doble moral comparada con una moral sospechosa y la conclusión de que ambas son iguales.

Y ya que nos pusimos historicistas, apuntemos que este pasaje, como tantos otros, se ha revertido a los cristianos de todas las edades. El curita paidófilo que escupe anatemas contra, ay, los homosexuales; el pastor golpeador de su esposa que aporrea a los abortistas. Los que escupen al poder político pero se aferran a las primeras sillas en sus congregaciones. Todos hipócritas, todos testigos del sereno Maestro que se sienta a escribir en la tierra, como cualquier niño, y los reta a ser los campeones mundiales de la infamia y la incongruencia.

Pero están los fans de este Jesús justiciero y los cínicos. Nos dicen que debemos ser como los changuitos, ver, oír y callar. Los seguidores del hacerse ojo de hormiga, del relativismo moral. Aquellos que lanzan la frase devenida cliché: «quita tu viga y deja de ver la astilla en el ojo ajeno». Bonita y cómoda postura para hacer y dejar hacer. La postura del espectador refinado pero soso.

¿Qué nos quiere decir el escritor aquí?No es ninguna de esas posturas puras y correctas. Vemos a un Rabí preocupado por la vida humana, crítico abierto de una costumbre bárbara y, lo que más llama la atención, un ser que actúa. Jesús va más allá de la observación neutral. Se interpone entre la turba embrutecida y la adúltera para salvarla y darle nuevas oportunidades.

El Jesús del evangelio no es el personaje cómodo que unos quieren ver. Es sinónimo de escándalo por su logos y por su pathos. Integridad, valor y justicia, esta es la actitud del nazareno. Pisa callos, pues.

¿Todavía importa señalar, como lo hacen las traducciones más honestas, que algunos manuscritos no incluyen estos versículos?

«¿De Galilea sale algo bueno?»

Juan 7:45-52

El versículo 49 debería figurar en las antologías de la desfachatez y el cinismo mundial. Aquellos que deberían enseñar al pueblo, aquellos que deberían ser sus pastores, en lugar de reconocer su fracaso se lo achacan a la ignorancia de la gente. La irresponsabilidad total. Ese pueblo ignorante era el espejo de los maestros que se enojaban porque un carismático Rabí sacudía las mentes de su clientela. Es un argumento ad hominem: ¿quién de autoridad certificada ha dado el visto bueno de ese carpintero de la lejana Galilea? Nicodemo, y el escritor se encarga de recordarnos su visita cuasi secreta con Jesús, revira tímidamente: escuchémoslo. Pero la respuesta es el prejuicio: nada bueno viene de esa tierra. El pleito adquiere ya matices sociales y culturales.

Así que seguir los pasos del Maestro nos conducirá irremediablemente al conflicto, al no acuerdo con cierto tipo de pensamiento y práctica arraigada. ¡Cómo contrasta este capítulo con el panorama actual de cientos, miles, de congregaciones! Mientras que aquí vemos a un renovador, a un Rabí cuya enseñanza es todo menos aburrida; volteamos y vemos templos vacíos o repletos de esclerosis. Nuevo es una palabra prohibida. Viene el «innovador» y los sanedrines modernos lo tachan de ignorante y «maldito». Y si escribimos con comillas es porque regularmente el innovador cristiano no alude sino a Cristo. En qué estado se encuentra la cristiandad que lo más moderno parece ser volver al origen. Estas contradicciones no son fruto de un pueblo manipulado sino de unos pastores que en el mejor de los casos son ignorantes ellos mismos o cobardes. O no saben lo que enseñan o temen enseñar la verdad. El resultado en ambos casos es desolador: una feligresía confundida, indiferente o cínica.

Hoy todavía vale la pena escuchar al sensato Nicodemo: escuchemos a Jesús. Algo hay en ese libro viejo que no falta en ninguna biblioteca, aunque sea de ornato, y que se llama Biblia. El llamado del evangelio no es a ser sordos a la crítica, a la confrontación. Nos llama a escuchar. Jesús estaba dispuesto a hablar, a exponer su caso y seguir. Los dirigentes no. Su feudo de dogmas estaba muy establecido y no dejarían que nadie se los quitara. El conflicto apenas empezaba. Nos esperan cientos de versículos de confrontaciones entre el Mesías y la clase dirigente.

Agua viva

Juan 7:37-44

Jesús aprovecha la oportunidad del último día. Si ya habían pasado los días y el conflicto no menguaba, el Maestro parece elevar la apuesta. Y la complejidad de sus frases. «Yo soy agua de vida, el que tenga sed, venga y tome». El escritor nos ayuda al decirnos que eso se refiere al Espíritu Santo. Sí, ahora podríamos decir «cómo no lo entendían». Pero en ese momento, sólo se percibía división a causa de Jesús. Así como se nos recuerda la referencia al Espíritu, también nos deja claro que «hubo disenso a causa de Él». De Galilea, ay los prejuicios, no podría venir el Cristo. Sí, pero el Rabí tiene al más ilustre antepasado que un judío podría tener: David. Los que querían capturarlo no lo hicieron. Y Él siguió predicando, de pie, con la voz alta.

Aquí está, pues, la premonición del don del Espíritu Santo. Aquí, Jesús nos dice que ese vacío existencial que parece congénito, tiene su fin en lo espiritual. Nada de este mundo logrará saciar al ser humano. Ni lo material ni lo profundo ni lo elevado. En todo caso, son distractores; a la larga, ese vacío no se llena sino con lo que se perdió en la caída, allá en el Edén. Los cristianos debemos recordarlo constantemente. Ni siquiera una religión va a saciar la sed espiritual. Ésta aminora cuando de donde se bebe es de la fuente espiritual. Jesús lo deja claro: no una jerarquía no un texto, Él solo.

¿Qué causa Jesús hoy en día? Para los cristianos, el asunto es evidente. Pero la crítica moderna dice que es falso, que la religión no es más que el invento más corrosivo que haya hecho el ser humano. Se sigue pensando que lo cristiano es mundano. Se sigue midiendo con la vara de la realidad. Pero Jesús nos pide fe. Esto, como no, sigue dividiendo. Nada más desagradable para una sociedad que quiere ser descafeinada que un cristiano se ponga de pie en una reunión políticamente correcta. Bajo estos parámetros, el Rabí no vino sino a enseñar un mensaje: Él. Sí, Jesús es el mensaje. Y hoy sigue dividiendo.

¿Será o no será?

Juan 7:25-35

El pueblo: el voluble, el impredecible, el manipulado, el cambiante, el atormentado, el indeciso. Uno que dice: «no sé quién es, pero si el Mesías hace cosas más grande que éste, la que nos espera». Y los líderes, los iluminados, los conocedores que, por si las dudas, envían a prenderlo. Vemos a Jesús repitiendo algo que ya nos es conocido: es un mensajero, Él conoce al Padre, si ellos realmente creen en ese Padre, lo reconocerían. El conflicto es ya imposible de detenr.

La escena presenta una serie de confusiones provocadas por la obra del nazareno. Un pueblo al que le ha llegado el rumor de que ese predicador tiene la vida en vilo ahora lo ve como si tal en la fiesta. La primera pregunta es porqué no lo atrapan. Del otro lado, los fariseos que ven a su enemigo no sólo libre sino convenciendo a un pueblo que no debería hacerlo. Jesús haciendo declaraciones confusas: «me voy y cuando me busquen no me encontrarán». Hoy lo entendemos, pero entonces, con las confusiones que cualquier polémica genera, no se tenía claro. Algunos pensaron que se iba a la dispersión. Sabemos que Jesús decía que regresaría con su Padre, pero entonces era natural que los judíos de Palestina pensaran así. En fin, ahí están los elementos para un problema serio en el pueblo de Israel y para que la confrontación entre lo oficial y lo alternativo empezara a subir de tono.

Revisemos lo que había ocurrido hasta ese momento. En términos de agitación social, lo más que había hecho Jesús era expulsar a los mercaderes del Templo. En todo lo demás, no parecía más que un maestro que enseñaba cosas raras. Luego, sus milagros empezaron a causar conmoción en una parte importante del pueblo. Pero ese pueblo es cuestionado por el héroe y éste se empieza a convertir en villano. Para colmo (o para dejar claro qué quería) viola reglas religiosas. Cuando los maestros oficiales lo cuestionan, éste no sólo no pide perdón, sino que les revira y los vuelve a criticar. El pueblo empieza a tener dudas de quién era ese galileo. La oficialidad sabe que, de alguna manera, deben eliminarlo. Jesús no huye, pero empieza a ser más cauto. Sin embargo, cuando las circunstancias lo orillan, repite una y otra vez su mensaje. Lo repite tanto que los que lo escuchan empiezan a creer que hay algo raro. En estos momentos, Jesús ya no es un inofensivo, quizá desiquilibrado, rabí. Es un hereje y un blasfemo. Y éstos nunca han sido bien recibidos por las sociedades donde llegan.

La enseñanza en la fiesta

Juan 7:14-24

¡Muéstrame tus títulos! ¿Quién te certifica? Eres un simple carpintero de Galilea, rodeado de pescadores más o menos rústicos. La actitud típica de aquellos que están instalados en sus diplomas, en sus medallas o en las glorias pasadas pero que ven llegar a uno que trastorna su entorno. El intruso incómodo estaba frente al establishment. Jesús, faltaba más, vuelve a insistir en su origen y su propósito. Él es un mensajero, no habla de sí sino del Padre. De paso les recuerda que el gran rito de la circuncisión no es de Moisés sino de Abraham y que si fueran discípulos del profeta no procurarían matarlo. Moisés no vio la apariencia, lo superficial, sino lo que estaba detrás, lo profundo.

Los insultos no detuvieron a Jesús. El chantaje tampoco. Y en medio de un pueblo caprichoso, el Rabí adquiere una majestad todavía más atrayente que antes. Ya en franca confrontación con lo establecido, con la tradición, el Maestro está mostrando los alcances de un verdadero profeta y no de un advenedizo. No renunció a su propósito cuando todo parecía conspirar en su contra. Cuántos cristianos se echan para atrás en nombre de la prudencia. Ya se ve que Jesús era valiente y astuto. Algunos sólo son inteligentes para esconder su cobardía. Pero el Mesías se atreve a confrontar a pesar de que se respiraba la amenaza. Vemos pues que no buscó el martirio. Pero tampoco huyó. Cuando la misión así lo requería, tenía que esconderse. Cuando, a pesar de las precauciones s encontraba con sus oponentes, no se calló. Habló y fuerte.

Ahí, no se nos olvide, estaban los discípulos, los doce que presenciaban a un Maestro impetuoso, recalcitrante dirían sus adversarios, pero no cobarde, no con doble moral. Cuánto debió permear su ejemplo cuando ellos mismos se enfrentaron a las consecuencias de seguir, vivir y anunciar el mensaje cristiano. Es el mismo ejemplo que hoy, dos mil años después, todavía es víctima de adornos. Todo para vivir y dejar vivir. Eso no enseñó Jesús.

El escándalo de Jesús

Juan 7:1-13

Otro pasaje intrigante. Hay una fiesta importante y Jesús, un poco por necesidad, sale de Judea a Galilea. Seguirlo ya no es placentero, incluso es peligroso. En casa, sus hermanos le hacen un comentario sarcástico. El escritor no quiere que quede duda: ni sus hermanos creían en Él. Ante la burla, Jesús responde con algo que podría ser una advertencia: todos los que quieran seguir el camino de la crítica a la sociedad deberán saberlo: van a ser aborrecidos. Sus familiares no querían ser parte de la historia, no se sentían orgullosos de tener un pariente enemistado con la alta sociedad religiosa; no sabían de cristología, de eclesiología ni otros logos. Hombres y mujeres sencillos, se burlan de Jesús y lo provocan. Otra vez, la humanidad en pleno.

Mientras tanto, en la fiesta se hace evidente que Jesús había traspasado el umbral de la simpatía y se encaminaba al camino del descrédito. Las grandes decepciones llegan de las grandes esperanzas. Aquellos seguidores habían visto cómo Jesús no eran lo que esperaban. Veían el conflicto con sus líderes religiosos y no sabían qué pensar. Mientras, Jesús va «en secreto» a la fiesta. Era valiente pero no imprudente. El miedo empezaba a hacer acto de presencia. Poco a poco, el ambiente festivo se iba volviendo sombrío. Todo un giro en lo que parecía, usemos un término actual, un ascenso meteórico.

En fin, el Maestro no vino a traer sino la seguridad de que hay un más allá después de la muerte. Pero seguirlo no es estar en una luna de miel espiritual perpetua. Al contrario. Uno pasará por críticas, tendrá que ir en secreto a los eventos sociales, será buscado para darle muerte. Suspiremos porque el cristiano sabe que la imagen del hombre feliz y sonriente es una caricatura. Su vida, sin embargo, tiene ahora sentido.

Los primeros desertores

Juan 6:60-71
La gente se asustó o se aburrió o definitivamente se dieron cuenta de que aquello no era el espectáculo que creían. «Dura es esta palabra», dicen sus discípulos. Y empezó la deserción (no digamos apostacía). ¿Qué es más impresionante, la multitud que llega o la que se va? Jesús les dice: «eso no es nada, si vieran al Hijo regresar de dónde venía». Aquello apenas empezaba.

El Maestro enseña en concentrarnos en lo espiritual. Parece decir lo obvio: la carne terminará en la tumba pero lo espiritual trasciende. Su enseñanza da vida. Lo suyo tiene que ver con lo espiritual. Los que buscaban la comida gratis, la salud gratis, la comodidad en primera fila, todos estos se van. Habían reprobado el examen de las intenciones. No buscaban a Jesús por su ética, su teología, su moral. Y cuando Él pone las cosas en orden, aquellos se marchan.

Quedan los discípulos y en una declaración que parece incluso ingenua responden a Jesús, el provocador, «¿a dónde vamos qué más valgamos?». Era Simón, Cefas, la piedra que entonces (y quizá después) no era muy sólida pero sí espontánea. Pero sigue siendo válida hoy. Los que conocemos el Camino, no por gracia nuestra sino por bondad del Padre, sabemos que en este mundo de tinieblas, en el mundo que aplaude como heroísmo la avaricia y el acaparamiento, la cosificación del sexo, el endiosamiento del ego, ahí, no queda nada. Vamos con Jesús porque lo suyo es vida eterna y porque Él es el Mesías, el Ungido. Y sí, siempre habrá traidores.

El pan de vida

Juan 6:25-59

El ya dilatado capítulo seis nos sigue reservando sorpresas. Parece que el retiro revitalizó al Maestro. Ahora lo vemos encarando a la multitud entusiasta (¿dónde hemos escuchado que el pueblo no se equivoca?) y los confronta de inmediato. Les dice que están ahí por conveniencia, les recuerda que el cuerpo no es más que un estuche que se deshace en la muerte. Y el encanto se termina. Ellos le preguntan qué deben hacer para encontrar la gracia de Dios. ¿Qué es lo bueno? ¿Cuál es el requisito, la exigencia del Padre? La respuesta podría hacer que los huesos de Lutero se estremescan: lo que Dios quiere es que crean en Jesús. Así empieza una confrontación dialéctica reveladora.

Lo primero que hay que decir es que la declaración de Jesús es clara. Su Padre no desea ofrendas materiales, sacrificios corporales, castigos autoinfligidos en cuerpo y alma. Olvídense de los rituales complicados, de las precesiones de oropel. El camino que enseña el Rabí es uno donde Él es la meta. Lo que hay detrás (o a lado, no nos obsesionemos por los detalles) de esa meta es el mismo Padre, el Ser de donde procede el Maestro. Aquí está uno de los famosos «yo soy» del evangelio de Juan: Él es el pan de vida. Ya se lo había dicho a la samaritana, pero aquí desarrolla más el tema.

No es Moisés, aclara, sino Dios quien dio el maná. Pero esa generación murió. Ahora el nuevo pan es mejor y perfecto: viene directamente del cielo y quien de Él come no morirá. Este es el meollo de la propuesta cristiana: que hay un más allá, que la vida no termina en la muerte sino que ésta santifica y da esperanza para aquel que comió y bebió del verdadero maná. Sí, es una primera referencia a la comunión, establecida más adelante. La implicación es que Él es el resumen de la Ley que los líderes religiosos tenían en la boca pero no en su vida espiritual. Decir esto es afirmar que es mejor, nuevo y superior a Moisés y a cualquiera que haya venido después.

Con razón estas palabras siguen escandalizando. Los unos lo tomas como muestra del ego de Jesús. Los otros como un síntoma de inestabilidad mental. Otros más como la señal inequívoca de que lo suyo nació entre los hijos de Jacob pero lo trascendió. Para los seguidores de Jesús no hay más que volver a estos versículos y recordar lo sencillo pero profundo de estas palabras. Seguir al galileo involucra a todo el ser. Lo que une a los cristianos es Cristo, el Ungido de la vida, el Pan de vida.

¿Qué podemos hacer para obedecer a Dios? Jesús responde: creer en su enviado.

La quinta señal

Juan 6:16-24

Jesús no va a regresar con la multitud. Al contrario, la quinta señal vendrá mientras los discípulos duermen en la barca. Un temporal pone en aprietos a los experimentados pescadores. La oscuridad y el vendaval distrajeron a esos discípulos, humanos, muy humanos. Entonces, ocurre uno de los hechos más extraordinarios de todo el Nuevo Testamento. La grandeza de Jesús, su serenidad, su paso firme, la luz que camina en la oscuridad, todo eso resalta en esos pocos versículos. Así que el Maestro era más que un sanador, más que un buen predicador, más que un polemista. Algo tenía y era enorme. Ahí, en esa noche difícil, esos hombres sencillos, simples, vieron el poder del Hijo de Dios. Mientras tanto, la gente seguía buscando al que daba de comer gratis.

Es una escena memorable, versículos que describen el drama de alguien que está cambiando paradigmas pero incomprendido. Sólo se alegran sus cercanos, acaso sin terminar de comprender la repercusión de estar ahí, en una tierra azotada por invasiones desde épocas milenarias. Él y sus discípulos se alejan. La gente lo busca. Vemos primero la soledad que provoca la fama. En esa popularidad, el Rabí encuentra su descanso en el retiro. Los primeros que ven a Jesús son esos seguidores que lo conocían desde el inicio. Su encuentro, el encuentro con Jesús, les da gusto. Por un momento parece que Jesús usa sus poderes casi sin darse cuenta. Es el amigo que vuelve a ver a otros amigos.

Sí, el encuentro con Jesús transforma. La intranquilidad, la incertidumbre, las tormentas, nada resisten el poder sanador de Jesús. Mientras que la muchedumbre lo buscaba por interés, los seguidores lo necesitaban por algo más que espectáculo. Debemos de preguntarnos: ¿somos discípulos o sólo hombres hambrientos de espectáculo (eso sí, muy religioso)?

La cuarta señal

Juan 6:1-13

La cuarta señal de Jesús, en la segunda Pascua que menciona este evangelio, tiene como protagonista una multitud y una necesidad primaria que aparentemente no podía ser cubierta. Todo con el lago de Galilea de fondo.

La predicación atrae a curiosos de todo tipo. Al terminar, el Maestro prueba a los apóstoles al pedir que alimenten a cinco mil personas. La misión era a todas luces complicada y más si las provisiones apenas alcanzaban para no más de doce personas. ¿Se puede acusar a Felipe de «mundano»? ¿Quién de nosotros no diría lo mismo al escuchar un mandato así de extraño? Además, apuntemos los detalles del pasaje: las personas mandadas a recostar en una zona con mucha hierba; cinco panes, dos pececillos, doce cestas; la orden de Jesús de no desperdiciar lo que sobraba. Andrés, Felipe, Pedro y los demás sorprendidos por el milagro y la multitud, borracha de entusiasmo, proclamando a Jesús rey (¿de dónde, de quién, para qué?) quien, en otro botón de lo que eran sus intenciones, se va al monte para estar solo.

Vemos a un Maestro que huye de las multitudes, el gentío que parece no entender ni un ápice de lo que decía ese galileo, pero que está dispuesto a ser testigos del espectáculo. Los hombres masa de la época en plena acción. ¿No es eso lo que muchos creyentes modernos quieren ver? Ahí están, por todos lados, los merolicos del evangelio, los que arman un talk show, pero eso sí, santo. Somos testigos de los que quieren entronizar a Jesús (¡aleluya!). Se les resbalan las verdades incómodas, esas que los desafían a dejar sus conductas pecaminosas pero cómodas; se concentran en lo bonito del evangelio, en la frase citable, en el cliché religioso, en el milagro que alude a la carne y entonces gritan entusiasmados: «Jesús es Rey». Claro, a los que no comparten ese entusiasmo carismático, les llaman tibios, racionales, opresores del Espíritu. Sí, sí, hablan bonito pero dónde está el show, preguntan.

Mientras tanto, el Maestro se va, se retira para quedase solo.